La derecha camina a paso de ganso hacia La Moneda
Punto Final
Más intensa y apresurada se está poniendo la campaña electoral que en diciembre deberá definir, en primera vuelta, quién será el próximo presidente de la República. Asimismo, mientras se acortan los tiempos para inscribir las listas de candidatos a parlamentarios, la lucha entre derecha y Concertación está planteada en casi todos los ámbitos, salvo en los negocios, donde las oportunidades siguen repartiéndose amigablemente, como corresponde a caballeros de la política que jamás confundirán partidismos e ideologías con sus cuentas bancarias.
Al menos hasta ahora los más seguros contrincantes presidenciales son Sebastián Piñera Echenique y Eduardo Frei Ruiz-Tagle, que deberían obtener las dos primeras mayorías. Esto no sólo por lo que indican las encuestas sino también por una proyección del comportamiento de un padrón electoral que no ha experimentado ningún cambio sustantivo.
Las dificultades en la Concertación de Partidos por la Democracia y en el comando de Frei no son, sin embargo, buen augurio para sus perspectivas. Por momentos da la impresión que se está ofreciendo en bandeja la Presidencia de la República al empresario Sebastián Piñera. Esto si se considera la suma de errores, vacilaciones y renuncios de la Concertación y del propio candidato.
Síntomas de una decadencia aguda afectan a la Concertación, que ha perdido la energía y entusiasmo electoral de que hacía gala hasta hace poco tiempo. Tensionada por ambiciones personales, celos partidistas, corrupción y, sobre todo, por la dificultad de fijar un rumbo político claro, deriva hacia el naufragio. No existe la decisión de cambiar las cosas porque los intereses que serían afectados son muy poderosos. Nadie se atreve a plantear que es necesario abandonar el capitalismo neoliberal para potenciar la acción del Estado, establecer impuestos reales a las grandes fortunas y a la utilidades desmesuradas, cautelar el patrimonio nacional que representan la minería, la explotación forestal, la salmonicultura y otras grandes actividades exportadoras, ni un viraje que fortalezca el combate a la corrupción y permita meter en cintura a los empresarios abusadores, como los que controlan las cadenas de farmacias, los grandes supermercados y tiendas que imponen intereses usurarios a los clientes, así como a los negociantes que lucran con la educación que, definitivamente, debe dar paso a la educación pública.
La Concertación está paralizada por falta de horizontes y por un miedo cerval al avance de la derecha. Se está consolidando así el temor, que sólo puede terminar en derrota como profecía autocumplida.
En este contexto, Marco Enríquez-Ominami aparece recibiendo las bendiciones de la derecha que lo necesita como instrumento para derrotar a Frei y provocar el desastre de la Concertación. El candidato “díscolo” no habla de enfrentar a los grandes capitales ni a los magnates que controlan el país. Prefiere andarse por las ramas y concentrarse en los llamados “temas de sociedad”, que llegan mejor a la opinión pública, lo dejan a salvo de ataques y, sobre todo, le ayudan a conservar la privilegiada cobertura mediática que se le dispensa para inflar su postulación.
Sin duda, es un panorama deprimente ver cómo se están abriendo de par en par las puertas para que la derecha -golpista y terrorista de ayer- se instale en La Moneda. Es más desolador aún si esto se relaciona con síntomas preocupantes que aparecen en el plano regional. No sólo hablamos de las dificultades que enrarecen las relaciones con Perú, sino de temas más generales que tienen que ver con un nuevo ciclo en las relaciones entre América Latina y Estados Unidos y las posibilidades de golpes y conflictos en la región.
Sebastián Piñera es un declarado admirador del presidente de Colombia, Alvaro Uribe, que lleva adelante una política represiva brutal y de exterminio contra las FARC. Uribe pretende convertir Colombia en una plaza fuerte de EE.UU., aceptando en su territorio bases militares norteamericanas que son rechazadas por los demás países del continente. Ecuador, en un gesto de dignidad ejemplar, ha puesto fin a los diez años de funcionamiento de la base que EE.UU. ocupaba en Manta. Pero, simultáneamente, Uribe ha abierto su país a la instalación de cinco nuevas bases militares norteamericanas. A nadie escapa que la amenaza está dirigida en primer lugar a Venezuela, empeñada en llevar adelante una revolucionaria transformación social, y, en general, contra cualquier país de la región que intente seguir el ejemplo bolivariano para construir su propia versión del socialismo del siglo XXI. La desafiante actitud del gobierno colombiano ha puesto en dificultades a la Unasur -que en los próximos días se reúne en Quito- y a la Alianza Bolivariana (Alba) que agrupa a nueve naciones.
Sebastián Piñera llevado por su admiración por las políticas represivas de Alvaro Uribe, omite que el presidente colombiano está ligado a los grupos paramilitares, al narcotráfico y a los escuadrones de la muerte. Si Piñera llegara a ser presidente de Chile, no vacilaría en aplicar métodos policiales fascistoides similares a los de Colombia, para imponer los conceptos de seguridad pública que propugna la derecha de raigambre pinochetista. Pero además, pondría a Chile en la ruta de los gobiernos que intentan repetir el ciclo militarista en América Latina, esta vez disfrazados de regímenes civiles. Lo que ha ocurrido en Honduras es ilustrativo. Presenta los perfiles de una nueva política diseñada por EE.UU. para el continente, basada en la utilización de mecanismos formalmente democráticos que levanten un muro infranqueable al cambio social estructural.
El presidente Barack Obama no es, evidentemente, igual a su antecesor, George W. Bush. Pero tampoco es un benefactor de la Humanidad ni está dispuesto a romper los vínculos de dominación e influencia política, económica y militar de su país sobre América Latina, reservorio de inmensas riquezas naturales, desde petróleo hasta agua. Honduras muestra que no basta que un presidente como Manuel Zelaya gane las elecciones con amplia mayoría. Un oportuno golpe de Estado, maquillado como pugna institucional de poderes, termina imponiendo una negociación cuya finalidad es atar las manos del presidente e impedir cambios institucionales que permitan la legítima expresión de la voluntad popular. Una receta que puede aplicarse en otras partes si fuera preciso.
En el caso de Chile hay sectores de la Concertación que piensan que no sería tan grave un triunfo electoral de la derecha. Si hasta ahora han funcionado -en el gobierno y en los negocios- en buena armonía, la derrota de Frei no sería algo terrible. Están, sin embargo, equivocados. La derecha los barrerá de la Administración Pública porque necesita espacio para su propia clientela electoral. En los negocios privados posiblemente también sufran perjuicios porque ya no serán necesarios sus oficios para hacer valer influencias ante el gobierno. Hasta ahora, los personeros de la derecha económica hacen negocios con ayuda de la Concertación. Con Piñera harán negocios solos, sin intermediarios. Tampoco tendrán que pagarle a los lobbystas de la Concertación dándoles cabida en los directorios o en las cúpulas de las grandes empresas. Y los sectores medios y populares sufrirán políticas que serán aún más restrictivas de los derechos sociales y del respeto a las minorías.
Sin embargo, las líneas divisorias entre derecha y Concertación se han desdibujado al extremo. No es fácil distinguir la frontera entre ambos bloques, e incluso el límite entre derecha e Izquierda. Hasta parece normal, por ejemplo, que el alcalde de Providencia, el coronel (r) Cristián Labbé, ex agente de la Dina y guardaespaldas de Pinochet, sea galardonado por la Sociedad de Escritores de Chile, muchos de cuyos afiliados sufrieron persecuciones durante la dictadura militar, y sea agasajado por la directiva comunista-socialista de la Sech como un amigo que merece cordialidad y reconocimiento. Gestos como este no deben verse como muestras de reconciliación sincera entre chilenos, sino como una expresión de debilidad y del espíritu de “cambalache” que impera en todos los planos. Esa conducta temblequeante hace perder la más elemental orientación en materia de respeto por la memoria y la causa de los derechos humanos, y, además, el sentido de la dignidad, altivez e independencia que son vitales en el comportamiento de la gente de Izquierda.
Impera también la penumbra en la Izquierda extraparlamentaria. Golpeada por divisiones, oportunismos y polémicas irrelevantes, sigue empecinada en un camino electoralista que la encajona y subordina a estrategias de clase antagónicas a los intereses que dice representar y que la aisla del pueblo. Pierde una energía que debería emplear en la movilización de masas para romper las restricciones y cortapisas impuestas por la dictadura y que han sido prolongadas por la Concertación.
Los sectores electoralistas de la Izquierda han amarrado su suerte a proyectos ajenos a los intereses populares. Y por su parte, el archipiélago izquierdista que incurre en el error inverso de rechazar en forma absoluta el instrumento electoral, dando la espalda a experiencias latinoamericanas recientes, no atina a abrir un camino que pueda atraer a sectores importantes del pueblo trabajador, condenándose a una presencia insignificante en esta coyuntura político-electoral.
Las insuficiencias y la reiteración de errores que han costado sangre, sudor y lágrimas a un pueblo decepcionado de la participación política y de la lucha social, constituyen el extravagante e insólito aporte que la Izquierda hará a la muy probable victoria de la derecha en las elecciones de diciembre.
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