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Marco Antonio Enríquez-Ominami en el país de los ciegos

Marco Antonio Enríquez-Ominami en el país de los ciegos

 

El Sindicato


Nunca tanto como hoy el popular refrán “en el país de los ciegos el tuerto es rey”, podría tener tanto sentido. Ahora, si ése país tiene lugar en el espacio de la posmodernidad, el pato está en el horno, compañeros. Y si el tuerto y los ciegos son chilenos, la cena está servida. Sospecho que el refrán de marras es más chileno de lo imaginable. Alguien debe haberlo echado a correr para que no olvidáramos lo frágiles que somos como sociedad, lo vulnerable que somos a la obnubilación.

¿Por qué olvidar lo asombrados que resultamos el verano pasado frente a esa muñeca gigante de cobre que “caminaba” por la plaza, mientras sus gestores catalanes se reían a carcajadas de nuestra imbecilidad macondiana ante al hielo del Melquíades de turno?

Mi difunta abuela Sabina decía que nuestra generosidad criolla era ilimitada, que aquí cualquiera llegaba del extranjero con una mano por delante y la otra por atrás, hablando “raro”, y en un santiamén acababa amarrando los perros con longaniza, y en la generación siguiente tenía a los chilenos trapeando sus pisos. Eso era y sigue siendo verdad, como también lo es en su sentido ulterior, esto es, que así como en Chile no cuesta nada hacer fortuna, tampoco cuesta mucho ser brillante, o hacer que el resto se convenza de ello, aunque no sea real. Si bien es cierto que no somos el paraíso de la estulticia (debe haber otros más tarados que nosotros), tampoco somos la tierra prometida de la inteligencia humana, ni mucho menos, de la inteligencia emocional.

A estas alturas ya es posible colegir que MEO (Marco Antonio Enríquez-Ominami, el diputado díscolo, el sobrino odiado por Camilo) se perfila como el candidato “ideal” a cualquiera de esas cosas que los chilenos validamos de buenas a primeras, como los requisitos para un cargo de elección popular; por un lado, MEO es el “tuerto” que puede erguirse en medio de la mediocridad reinante, y sin mayor esfuerzo, conseguir que algunos lo confiesen como su placer culpable: es el menos malo, qué vamos a hacer, es lo que hay nomás. Y, por otro lado, MEO es el chileno posmoderno por antonomasia: narcisista, hedonista, consumista e individualista. Si frente a la necesidad de perfilar candidatos presidenciales mezclamos la escasa calidad disponible y los atributos descritos para la posmodernidad, el resultado es el típico “producto” del marketing actual: un candidato mediático y de bajo perfil intelectual, es decir, un candidato más preocupado de la forma que del fondo, de las encuestas que del contenido de su discurso.

El columnista Patricio Dussaillant (La Tercera, 24/05/09) dice que MEO ha desplegado “una acertada estrategia de medios que, hasta ahora, le permitió subir en las encuestas”. Y en términos ideológicos y programáticos, Dussaillant sostiene que MEO “dio a conocer ideas que lo alejan de su militancia y pensamientos socialistas: cambio sustancial del estatuto docente, rebajar impuestos, privatizar un porcentaje de las empresas estatales. En la línea correcta de lo que necesita el país, pero desconcertante para muchos de sus potenciales electores”.

MEO en la posmodernidad

MEO forma parte de ese escuálido porcentaje de “blancos” que le da dramático sentido a nuestro Apartheid chilensis, de donde surge la dirigencia criolla; él proviene de una familia ungida, con tradición y estirpe, una minoría; y como si fuera poco, la historia de su padre Miguel Enríquez puede ser consultada en todos los idiomas de la tierra, porque es una leyenda. MEO fue educado en Francia, y a su regreso asistió a los mejores colegios de la aristocracia santiaguina, y pertenece por derecho propio a la “clase política” (a la oligarquía partidaria), es decir, su destino connatural es dirigir el país. Lo tiene todo a su favor, partiendo por sus nombres imperiales (Marco Antonio) y sus tres apellidos de niño bien (uno mítico, otro poderoso, y el materno, vinoso), méritos suficientes como para pasar por caja a cobrar el premio (o su capricho de ser rey).

Por sobre todas las cosas, MEO se ama asimismo; él ama su cabello, se lo acaricia como si fuera un rockstar promocionando Head and Shoulders, o un Ricky Martin más machito, es común verlo haciendo ese gesto canyengue de los futbolistas idolatrados por la TV shilena, y a los que el comediante Daniel Alcaíno inmortalizó a través de su personaje Peter Veneno, como el paradigma del fanfarrón kitsch; a MEO, sólo le falta el chicle en la boca.

MEO no busca el placer en los lugares comunes de los socialistas de tomo y lomo (de tinto y de res), su placer es tomar café con su amigo Escobar, o en los catering de sus producciones cinematográficas; el hedonismo de MEO se escribe con letras doradas a bordo de su Cherokee (tal vez una tibia expresión de su complicidad neoliberal), visitando a su oftalmólogo de Vitacura (tal vez otro guiño neoliberal a la salud privada) o recibiendo visitas en su oficina congresal mientras graba el reality de su entretenida vida de “servidor público”, o en las avenidas de alguna ciudad como Miami, acompañado de su esposa diva, que alucina con ser primera dama; MEO no le bolsearía un pucho a Pancho Bucat, en una esquina cualquiera, ni estaría dispuesto a escuchar sus teorías conspirativas; ni a tomarse una chela en un tugurio con un compañero cesante.

Quizás el rasgo más posmoderno de MEO sea esa conjunción narcisista-hedonista-consumista: su individualismo. Sorprende su afán por tener dos padres a la vez, dos apellidos, un pasado y un presente simultáneos, sorprende que hable de sus “dos” hijas, cuando en rigor la primera tiene padre propio (el periodista Eugenio Cornejo). ¿Acaso MEO tarja a su modo las partes de la historia que le incomodan o le sobran?

El distinguido abogado de la plaza, Roberto Ávila Toledo, asegura en esta misma prestigiosa tribuna que “el liderazgo de Marco es nuevo, distinto, rápido, contradictorio (…) no tiene metarrelato (¿quién lo tiene?)”.

Como dicen los abogados: a confesión de partes, relevo de pruebas. Si hay un reclamo que podamos hacerle a la posmodernidad, es que ésta barrió con el relato épico; la gran politique está demodé, ya no cuentan las grandes historias, ningún político hoy día podría juntar un millar de adherentes en una alameda y convencerlos de sus ideas; lo de hoy es la persuasión, no la convicción; lo que cuenta es el encanto personal, no la ideología. Los grandes relatos fueron reemplazados por historias personales. El mejor ejemplo de ello es la historia personal de una pediatra hija de un general muerto en la cárcel y de su paso por una villa donde la torturaron y de su posterior exilio y de lo difícil que le resultó ser separada y asumir una maternidad en solitario y lo mucho que tuvo que luchar con sus coroneles para que la reconocieran como su representante en una papeleta para terminar esquivando las zancadillas y pese a ello ser la más popular…

MEO, no le debes nada a la izquierda. Sólo le debes un poco de humildad a tu historia. Te sobra un guión y un apellido.

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