Nuestro minúsculo granito de arena
Por Gustavo Duch
En la calle de Girona de Barcelona, compartiendo local, se esconden tres pequeños colectivos que han logrado, por ejemplo, denunciar y visibilizar el fenómeno de acaparamiento de tierras agrarias en todo el mundo por parte de fondos especulativos. Después de ellos, las cabeceras de prensa internacional más destacadas, muchos movimientos sociales, instituciones como el Banco Mundial o la FAO, están dando toda la relevancia que el tema merece. Otra de las organizaciones ahí instaladas es parte responsable -y consecuente- de las campañas que a muchos ciudadanos nos han abierto los ojos respecto al papel de las multinacionales españolas (expoliando) por el mundo, o el cariño existente entre las empresas armamentistas y algunas grandes y conocidas entidades financieras. También desde ese espacio del Eixample han brotado iniciativas que nos piden: «No nos comamos el mundo». Y así sabemos que un consumo responsable es una fórmula excelente (y muy saludable) para ayudar a las poblaciones campesinas del Sur a proteger sus recursos naturales, su futuro y su soberanía alimentaria.
Estas iniciativas son fruto de la evolución que en nuestro país ha reconducido el trabajo de cooperación de las oenegés hacia un modelo de transformación de la sociedad y de las relaciones económicas y políticas. La sociedad civil organizada rasca las heridas de la humanidad para desvelar cuáles son los problemas y sus causas, que afectan principalmente a los países del Sur, pero también a nuestra propia sociedad, claro. La deuda externa, lastre de muchos países empobrecidos, nos permite entender a donde nos conducen la actual crisis y los supuestos rescates, ya sufridos en países del Sur durante décadas. La especulación con los alimentos y la especulación con los fondos soberanos están estrechamente ligados, y la sobreexplotación de los caladeros en Senegal, por ejemplo, la entendemos como un atentado global, del mismo calibre que el que se inflige en las aguas del Mediterráneo. Además, son muchas de estas organizaciones las que ponen en marcha proyectos de solidaridad en los países más empobrecidos, afrontando los problemas globales con actuaciones locales, aquí y allí.
¿Tendrán algo que ver las movilizaciones del 15-M con todo esto? Desde mi punto de vista, sí, tanto en su construcción (muchas reclamaciones o propuestas que se defienden desde el movimiento se retroalimentan con los discursos desde la solidaridad organizada) como ahora en su pretendido desmoronamiento. Porque no es casual que el nuevo Govern catalán -desoyendo el propio Estatut de Catalunya, la legislación vigente (la ley de cooperación) y las recomendaciones internacionales que apuntan al objetivo del 0’7%- recorte la partida para cooperación y solidaridad en más de un 50%. Si el resto de departamentos y políticas, como media, han sido rebajados un 10%, el ya de por sí bajísimo presupuesto dedicado, como explicita el preámbulo del Estatut, al «firme compromiso de Catalunya con los pueblos para construir un orden mundial pacífico y justo» pasa de 49 millones de euros a 22 millones. Esta cifra sitúa a Catalunya con una política pública de cooperación del irrisorio 0,015% del PIB. Ese será nuestro granito de arena. ¿Mucho? Tomen un paquete de arroz de un kilo, vuélquenlo sobre la mesa y separen cuatro de los 30.000 granos que aproximadamente le caerán. Ni uno más ni uno menos.
Una última comparación. El dinero que se dejará de ingresar por el impuesto de sucesiones este año será, según el Govern de Artur Mas, de 52 millones; según la oposición, de 157 millones, y según la Plataforma por la Fiscalidad Justa, Ambiental y Solidaria (que suma las reformas anteriores) llegará a más de 800 millones. No importa, cualquier cifra es significativamente mayor que el recorte en solidaridad, necesaria para todos.
El papel de las oenegés y de la política pública de cooperación no puede ser considerado, como parece que hace el Govern, como una política menor o subsidiaria, tampoco ahora en tiempo de crisis. Al contrario, frente a una crisis sistémica (no solo económica), más que nunca necesitamos dotarnos de argumentos, nuevas reflexiones, nuevos puntos de vista que emanan no de ejercicios intelectuales en los despachos o en los palacios, sino del contacto directo con la realidad, con el compromiso frente a la pobreza, desde la responsabilidad que tenemos como país para reparar y restituir a los países del Sur los negativos impactos ecológicos, culturales y sociales de nuestra incivilizada forma de sobrevivir.
No es desde el egoísmo y la racanería como podremos resolver una crisis tan local como global. Aportar voluntad y recursos para transformar el mundo es la mejor de las políticas anticrisis. Y si el recorte en cooperación es también una forma aviolenta de paralizar a los movimientos ciudadanos, quisiera hacer notar que tampoco será efectiva. La cooperación transformadora rebusca en muchas direcciones, pero no tiene marcha atrás.
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