El incalculable valor de la tierra
Octubre 2011. Boletín ECOS. Javier Sánchez, Patricia Dopazo y Gustavo Duch
«Aún llegaba el olor de incienso desde la alcoba donde el cuerpo de nuestro padre Aufrasio fue despedido por toda la familia, cuando madre nos llamó. Hacía más de 25 años que no estábamos los ocho hermanos juntos –no queríamos fosilizarnos como aquel pueblo decadente al norte seco y ventoso de Zaragoza. Madre fue contundente: “Quiero que lo tengáis bien claro, cuando yo falte, igual que dejó dicho vuestro padre, la tierra agrícola que tenemos no se deberá vender. Nos ha dado de comer muchos siglos, os ha criado a todos vosotros y por eso la quiero como a uno más”. Y eso nos dijo ella que, siempre atareada en casa con la comida, la ropa y nuestro cuidado, nunca la vi pisando nuestros campos. Ni creo que sepa dónde están. Y tuvo razón la vieja, hoy sigue dando sustento a Pedro y su familia que decidieron volver al pueblo».
«Tomó las últimas semillas que guardaba de la cosecha pasada y con paciencia las fue moliendo frente a su cabaña, cerca de Werder en los lindes entre Etiopía y Somalia. Al acabar, Negisiti, que ha enterrado a dos hijos y tres nietos por el virus del sida, empezó a cocinar su harina. Bajo sus faldas correteaban tres niñas atraídas por el aroma y el hambre de semanas cuando sorprendentemente Negisiti recogió el alimento y lo mezcló con sus manos entre la tierra unos metros más allá. “Hijas, pidamos a nuestra tierra para que interceda por nosotros y que los creadores hagan llover pronto”».
«Publia fue como siempre la primera en despertarse. Apenas había dormido esta vez, cavilante. Encendió el fogón para dar a su esposo Flore y sus seis niñas y un niño una taza de café antes de marchar. Café del que recogían en su finca, café robusta, secado al sol del verano. Tenían esa noche un largo camino por delante: el trecho a pie que les separaba del río a través del monte, llegar al pueblo en bote y allí esperar al bus que llegaba de recoger campesinos y campesinas de comunidades todavía más remotas. Publia fue despertando a su familia: las niñas mayores la ayudaban. Guardarían las mejores ropas, esas que reservaban para ocasiones muy especiales, para cuando llegaran al bus y no pudieran estropearse, lo mismo los zapatos, que nunca usaban. Marchaban a la ciudad a defender sus tierras, las que iban a ser inundadas si se aprobaba el proyecto de ampliación del canal de Panamá. Cuando lo cruzaron durante el viaje, a la tenue luz del amanecer, las hijas mayores de Publia se pegaron a la ventana: nunca antes lo habían visto. Publia opinó “El río Indio es mucho más bonito”».
En nuestras reuniones de La Vía Campesina[1] se comparten muchas vivencias como estas –de todos los continentes– y con la tierra cultivable como protagonista, porque para nosotras y nosotros campesinos, ella no es sólo nuestro modo de vida, es, como nos trasmitieron nuestras madres y padres, el principio de todo.
El robo renovado
Pero como antaño, cuando los colonizadores usurparon con caballos, lanzas o fronteras de tiralíneas los suelos americanos o africanos, ahora el robo de la tierra –nos advierten muchos compañeros y compañeras– está tan presente como entonces, pero con talonarios en los bolsillos y guardaespaldas privados. Porque desde el inicio de la crisis financiera –huérfanos de burbujas que inflar– la búsqueda de rendimientos económicos del capital ha puesto sus ojos de diablo en las mejores tierras campesinas.
Se tomaron bien en serio las ironías de Mark Twain «compren tierra, pues no se fabrica más». Muchos países que de tanto industrializarse perdieron su soberanía alimentaria, así como muchos fondos de inversiones (incluso fondos de pensiones) y corporaciones agroalimentarias están como locos por hacerse [no siempre legal, y siempre injustamente] con millones de hectáreas fértiles que saben son un valor seguro del mercado. Hay las que hay, no se pueden fabricar –aunque sí echar a perder– en un planeta que durante los próximos años aún mantendrá su crecimiento demográfico.
Durante el Foro por la Soberanía Alimentaria Europea celebrado en Krems, Austria, este pasado mes de agosto [de 2011], la cuestión del acceso a la tierra ha estado muy presente. Allí las y los compañeros de Europa del Este, sobre todo, nos relataban con mucha preocupación cómo sus tierras están en las agendas de muchos inversionistas. Y si con la tierra se especula, como es el caso, el precio de ella sube y sube, alcanzado un valor de mercado mucho más alto que su valor de uso, haciendo imposible las nuevas incorporaciones de jóvenes al campo: el precio está disparado y no hay ninguna política de apoyo a su instalación. El acaparamiento de tierras es un robo del presente que además impide un futuro rural y campesino.
El volumen del botín
Ya se ha sustraído al campesinado una extensión similar a las tierras agrícolas del Reino Unido –45 millones de hectáreas– bajo el sistema de acaparamiento de tierras que, según mienten sus defensores, «o bien se compran tierras inutilizadas o bien las nuevas inversiones generarán riqueza al país». Mienten, porque las tierras compradas son tierras con usos agrícolas comunales o particulares, son pastos para los pueblos nómadas, o son bosques que antes de que sean podados de raíz, han sido fuentes de vida por la recogida de leña, plantas medicinales, frutos o caza para los pueblos cercanos, motivo de canciones y fiestas. O, por qué no, son importantes espacios de vida “simplemente” para las otras especies animales y vegetales con raíces, patas o alas que, con su derecho a compartir el planeta con nosotros y nosotras, garantizan la vida de todo el conjunto con su compleja y divertida interrelación.
La resistencia
Porque sabemos que es mentira, porque sabemos del valor de la tierra –monetario y verde para los inversores, afectivo y multicolor para el campesinado–, porque no es cierto que con estas inversiones todos ganemos, desde La Vía Campesina nos oponemos con rotundidad y ofreceremos toda nuestra resistencia al acaparamiento de tierras fértiles a manos del capital.
Para más de 200 millones de campesinos y campesinas y muchos movimientos sociales está claramente asumido que sólo la soberanía alimentaria garantiza una vida rural digna y alimentos buenos, sanos y justos para todo el planeta a partir de un uso agroecológico de la tierra. En realidad la soberanía alimentaria no es más que «el derecho de los pueblos a vivir de su tierra, y el deber de los pueblos a cuidar de su tierra». Por lo tanto, ¿podemos asumir la comercialización de las tierras a gran escala y la extranjerización de su propiedad? No.
Curioso este mundo capitalista, pues mientras desde los movimientos sociales reivindicamos recuperar de tiempos pretéritos costumbres como el uso comunal de la tierra y otros bienes, su falsa modernidad conduce siempre por autopistas de lucro y sin salida.
La recolonización de la tierra fértil, un bien finito y necesario, por parte del capital y sus instrumentos financieros ya se ha iniciado demostrándonos cuáles son sus intereses. En aquellos países en que la tierra va pasando a manos extranjeras (y enguantadas para no dejar huellas de sus asesinatos) el uso que se les está dando es la industrialización de dichos suelos para cultivos de agroexportación, para monoplantaciones de cultivos con interés económico (y cotizando en Bolsa), como la soja transgénica y el maíz transgénico, o el insensato cultivo de agrocombustibles. En todos los casos desplazando –claro– a miles de compañeras y compañeras que ya no podrán cultivar ahí o recolectar sus alimentos, o dejar pastar a su ganado y reponer fuerzas; que agotarán la tierra con agroquímicos, fertilizantes y una explotación abusiva; y que sólo en algunos casos generarán algún puesto de trabajo para gentes locales. Muy pocos, porque esta agricultura robotizada no los necesita, y cuando se necesitan son empleados sin contrato, sin derechos y con pagas de miseria.
Nuestras propuestas
La Vía Campesina, decía, ya está movilizada contra el acaparamiento de las tierras y planteamos una serie de desafíos para la gobernanza global de la agricultura que paso a enumerar:
1) Los estados deben hacer un esfuerzo para impulsar –de una vez por todas– políticas de reforma agraria genuina que con una justa distribución de las tierras permita la subsistencia de todas y todos los agricultores locales. Un registro adecuado, el impulso de la gestión colectiva y otras medidas como el coto a la extranjerización de la tierra tienen que ser básicas para garantizar la soberanía alimentaria de los pueblos.
2) Deben también impulsar reformas políticas a todos los niveles –local, regional, nacional e internacional–, con el fin de acabar con las adquisiciones de tierras a gran escala y de promover la autonomía económica a largo plazo y la autodeterminación de los campesinos y campesinas de todo el mundo.
3) No debe permitirse el acaparamiento de tierras bajo ningún concepto. No aceptamos las propuestas del G-20 y el Banco Mundial que proponen “la inversión responsable”, pues sabemos que sólo es una etiqueta para justificar un atentado contra el uso colectivo de un bien público como es la tierra.
4) Se debe asegurar que las tierras del planeta sean gestionadas bajo criterios agroecológicos, en un compromiso estable y permanente de respeto por la tierra.
Negisiti
«Este año 2011 no llovió en las tierras de Negisiti malográndose los cultivos y muriendo las crías de animales por falta de agua. Y las mejores corrientes de agua fresca son utilizadas por los cultivos bajo plástico de exportación que un inversor saudí puso en marcha después de intercambiar con el gobierno etíope miles de hectáreas, como si estuvieran jugando al Monopoly. Los animales tampoco pueden buscar los pastos comunales que, vallados, han quedado fuera de su alcance».
El acaparamiento de tierras, como nos muestra el caso de Etiopía, es una de las “nuevas causas” que junto a otras inequidades políticas, es responsable de crisis alimentarias y de pobreza que tienen lugar.
«Y Negisiti –y como ella, miles de personas somalíes y etíopes– de antiguos campos agrícolas están llegando a campos de refugiados donde, quizás, puedan llevarse algo a la boca. Porque de sus tierras brotarán dólares; nunca más comida».
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