Por Juan Diego García (Argenpress)
El descontento ciudadano se generaliza en Europa debilitando no solo el vínculo entre los votantes y los partidos y la población y los gobiernos sino, algo de mucho mayor calado, erosionando de manera aún imprecisa pero cierta la misma legitimidad del sistema democrático. Además de las clásicas promesas electorales que se incumplen en cuanto los políticos llegan al poder y la corrupción rampante, indigna constatar que los parlamentos y los gobiernos, antes que interpretar las demandas de los electores se han convertido abiertamente en gestores diligentes de los intereses de banqueros y especuladores.
La crisis económica no se afronta con una revisión a fondo del modelo vigente sino con medidas que en la práctica mantienen el mecanismo especulativo que la desencadenó, presagiando que más temprano que tarde el fenómeno va a repetirse. Si hasta ahora la reserva material que acumulan las clases laboriosas en el Viejo Continente ha permitido hacer frente a la crisis sin quiebres dramáticos del orden público, la decisión de trasladar los costes del descalabro a las clases asalariadas y a grandes sectores de la pequeña burguesía empieza a minar la economía familiar en general y se incrementa la población abocados a situaciones de emergencia por desempleo, cierre de pequeños negocios y bajas sensibles en los ingresos; la marginación empieza a ser un fenómeno preocupante y los estallidos de violencia son cada día mayores. De fondo y afectando a las mayorías, las actuales políticas ponen en riesgo el mismo estado de bienestar que luego de la Segunda Guerra Mundial ha dado a la población europea una elevada calidad de vida mediante un sistema de seguridades (educación, salud, empleo, pensiones, ayudas sociales, etc.). Este desmantelamiento paulatino, acelerado por la crisis, es un proceso que conduce a “la americanización de Europa”, es decir, al predominio de un modelo de capitalismo salvaje que convierte la vida cotidiana en una competencia feroz de todos contra todos.
Francia, Grecia, Reino Unido, Chequia, España, Italia y Portugal entre otros países han sido escenario en las últimos meses de grandes movilizaciones populares que agrupan a obreros, estudiantes, pequeños propietarios, funcionarios del estado, campesinos o gentes de la cultura (es decir, la mayoría de la población), todos ellos afectados por las medidas de recorte, los ajustes y las reformas de las relaciones laborales, del régimen de pensiones, los salarios, los servicios públicos (particularmente educación y salud) y el gasto social en general. O sea, los pilares mismos de un orden social y político fundamentado en el pacto capital-trabajo y que se inspira en principios de solidaridad social, diferentes a todas luces del individualismo extremo del ideario neoliberal. Una especie de retorno a la rapiña indiscriminada y a la sobreexplotación del trabajo que fue característico del capitalismo clásico. Por esta razón, el modelo democrático europeo resulta cada vez más un estorbo para los planes políticos de los estamentos dominantes y una carga económica que no se soporta si se quiere “ser competitivo”. Tanto derecho, tanta seguridad resultan para este enfoque neoliberal “un gasto insostenible”.
Si a la hora de tomar decisiones un grupo de banqueros tiene más poder que millones de votantes, si un fondo de pensiones de Nueva York o Londres decide más que un parlamento nacional, si las multinacionales se imponen sin dificultad a presidentes y ministros y si los gobiernos de los países más poderosos (como comprueban las divulgaciones de WikiLeaks) intervienen groseramente en los asunto internos de socios claves como España) y si estas verdaderas mafias de cuello blanco terminan por imponer su criterio sobre las autoridades locales (por lo general cómplices del despropósito), el ciudadano de a pié tiene entonces sobrados motivos para dudar de la validez del sistema democrático y meditar sobre la real utilidad que tiene dar su apoyo electoral a quienes apenas deciden nada importante.
De la estupefacción y el desencanto por el sistema político es natural que la ciudadanía se interrogue por la misma validez del orden social. Sobre todo cuando está cada vez más claro que los fallos no son accidentes o desaciertos de los gobernantes sino básicamente resultado del funcionamiento propio del capitalismo. En otras palabras, que el mal está en la misma naturaleza del sistema y que, como consecuencia la salida lógica a no es otra que buscar la manera de superarlo. Esto, que ha sido -y en buena medida lo sigue siendo- la opinión inicial de grupos atentos y radicales (es decir, que van a la raíz del problema) se va haciendo cada vez más popular y empieza a permear colectivos más amplios de la ciudadanía.
La economía capitalista aparece como contraria por su propia esencia a los postulados humanistas y liberales de la democracia burguesa. Y ya no solo por la manera como se produce y distribuye la riqueza social sino por el impacto de producción y consumo sobre los recursos y el medio ambiente en general. El espectáculo decepcionante de infinidad de foros mundiales destinados a poner remedio al cambio climático sin resultados tangibles contribuye igualmente a ese proceso de desencanto con el sistema democrático cuando se toma conciencia del estrecho vínculo entre el capitalismo y su tendencia inevitable a depredar recursos y personas. El divorcio entre capitalismo y democracia no hace más que acrecentarse cuando las instancias que toman las decisiones claves funcionan como simples administradores diligentes de los intereses del capital. No resulta entonces sorprendente que el ímpetu y dinamismo del sistema haga inviable cualquier iniciativa para detener sus dinámicas cancerosas y su búsqueda voraz de ganancias. Algo que nace como la preocupación de círculos científicos y activistas sociales se extiende paulatinamente a amplias capas de la población. El consumismo actual, consustancial al sistema, tendría que dar paso formas de vida diferentes que son, por necesidad, contrarias a la lógica de la ganancia.
Para los pueblos de la periferia pobre del sistema la democracia siempre ha sido una ficción, un discurso vacío y un anhelo permanentemente frustrado aunque no se renuncia por ello a conseguirlo. Sin embargo, a juzgar por lo visto y experimentado en carne propia gana crédito la idea de que para salir del atraso, la pobreza y la dependencia lo menos indicado es seguir el modelo occidental. Algunos gobiernos progresistas de Latinoamérica se proponen ahora el reto apasionante de buscar formas alternativas de producción y consumo, dando prioridad a la calidad sobre la cantidad, al desarrollo sobre el simple crecimiento. Y para conseguirlo tampoco les parece conveniente asumir sin beneficio de inventario el modelo político de la democracia representativa que Occidente vende como la única posible. Nada extraño si se constata que en el Tercer Mundo aumenta el número de quienes abrigan serias dudas sobre la validez del modelo capitalista y la democracia burguesa. Allí es mucho más evidente que el principio de la ganancia - la esencia misma del sistema capitalista - está en flagrante contradicción con un orden diferente que ofrezca soluciones reales y sostenibles para los problemas de sus pueblos.
La disyuntiva para la ciudadanía del mundo rico no sería otra que un ordenamiento radicalmente diferente de todo el orden social y económico y su renuncia a un consumismo insostenible y suicida. Para las gentes de la periferia pobre del planeta el dilema está no solo en buscar caminos diferentes a los clásicos del capitalismo (por ejemplo, las prácticas del “buen vivir” propuesta en América Latina para la construcción de una alternativa al capitalismo) sino también en construir formas de democracia más real, sin todos los vicios que debilitan e invalidan las formas actuales.
La crisis es también de ideales y de quienes deben encarnarlos como dirigentes de un proyecto de clase o un propósito nacional. En Europa, por ejemplo, la vieja guardia de los grandes partidos se ve hoy reemplazada por políticos sin ideología, personajes grises productos estériles de la manipulación mediática, huérfanos de carisma que compensan sus evidentes limitaciones mediante el esperpento, el escándalo en sus vidas públicas y privadas, la megalomanía o el cinismo (o una campaña efímera de marketing). La derecha europea ya no tiene líderes burgueses como Adenauer o Moro, ni la socialdemocracia cuenta en sus filas con dirigentes de la talla de Brandt o Palme. Su lugar lo ocupan hoy gentes de escasa dimensión, políticos menores, simples gestores modestos de un sistema en crisis, personajes que han abandonado el norte ideológico de antaño y han claudicado sin pena ni gloria ante la ideología neoliberal.
Si la política como práctica esencial de la participación ciudadana terminó y todo se decide en los conciliábulos siniestros de las grandes finanzas, ¿para qué sirve entonces la democracia?. El enorme peligro es, como ocurrió antes, que en lugar de una respuesta de progreso se imponga de nuevo alguna forma de fascismo. El riesgo, nada desdeñable, es que otra vez regrese la barbarie.
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