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Relato de una persecución permanente

Relato de una persecución permanente

Mi nombre es Galvarino Sergio Apablaza Guerra, ciudadano chileno, con domicilio real en  1653 de la localidad de Moreno, Provincia de Buenos Aires, Argentina.

 

Soy el anteúltimo de 6 hermanos, hijo de Galvarino Apablaza Orrego y de Luisa Guerra Urrutia. Nací en Santiago de Chile el 9 de noviembre de 1950. Mi padre, fallecido en 1985, era un suboficial del Ejército chileno, retirado, con una carrera de más de 25 años. Mi madre, dueña de casa.

 

Mi vida tuvo como base una familia bien constituida, en un hogar modesto, de clase media baja, dependiendo exclusivamente de los ingresos de mi padre. A pesar de ello -y a fuerza de mucho esfuerzo y sacrificio- mis padres lograron darnos un sustento digno para nuestras vidas y lo fundamental, un entorno de cariño y dedicación. Todos llegamos a completar los estudios secundarios y los mayores se vieron obligados a trabajar en los últimos años de su enseñanza, como una forma de contribuir a las necesidades del hogar. Ello me dio la oportunidad de ingresar a la universidad, y por ser el primero y el único de los hijos con la posibilidad de continuar estudios superiores, me constituí en una suerte de "orgullo" familiar.

 

Desde la secundaria me identifiqué con las luchas estudiantiles que me despertaron inquietudes políticas, expresadas de manera independiente sin ninguna opción política determinada.

 

Mi ingreso a la universidad, en el año 1968, fue el inicio de un nuevo compromiso, vivíamos en un mundo en el que los jóvenes tenían un gran despertar, con enormes sueños y esperanzas y se convertían en grandes protagonistas de la historia.

 

La lucha entre Occidente y el Este -marcada por la Guerra Fría- no era indiferente para nadie, desde los movimientos hippies que proclamaban la paz y amor hasta los movimientos revolucionarios llamando a la lucha armada.

 

La guerra de Vietnam -con todo su horror- evidenciaba el carácter de cómo se enfrentaban los conflictos a nivel mundial. En nuestro país, con una gran historia de lucha cívica y conciencia social, se abría paso un nuevo proyecto político, con vistas a una nueva contienda electoral para el año 1970, que posteriormente cristalizó en la unidad de las fuerzas políticas de Izquierda, a través de la Unidad Popular que más tarde se transformó en gobierno, encabezada por el Presidente Salvador Allende.

 

Mi ingreso a la universidad se dio en ese contexto, y más aún en la facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, en la cual se cursaban todas las carreras de pedagogía. La característica de sus alumnos era que mayoritariamente provenían de hogares con condiciones socio-económicas muy modestas, donde existía un gran debate político y social con instancias democráticas y participativas de toda la comunidad universitaria.

 

Rápidamente, me incorporo y participo activamente en toda actividad, particularmente en aquellas que tienen que ver con las reivindicaciones estudiantiles.

 

Defino mis inclinaciones políticas e ideológicas y a poco andar ingreso en las Juventudes Comunistas y al cabo del primer año, soy electo para participar en el Centro de Alumnos de mi carrera, Pedagogía en Química. Como delegado de mi curso, en años posteriores llego a ser varios años consecutivos el presidente de ese centro de alumnos y representante en las distintas instancias colegiadas de la facultad y de la Federación de Estudiantes de Chile.

 

Conjuntamente con mis responsabilidades gremiales, participaba en forma activa en las actividades políticas de la organización, las cuales estaban orientadas fundamentalmente a la futura carrera presidencial, actos, movilizaciones, propaganda, trabajo barrial. Eran días de intensa actividad, me sentía muy ilusionado con la posibilidad de ser parte en la construcción de un mundo mejor.

 

Con el triunfo de la Unidad Popular en septiembre de 1970, parecía que los sueños comenzaban a hacerse realidad.

 

Desde el primer minuto que Allende llega al gobierno, las dificultades comenzaron a aparecer y con el tiempo se agudizaron significativamente.

 

Las medidas de corte popular eran resistidas por los grupos de poder mediante actos terroristas y sabotajes constantes a la economía a fin de desestabilizar al nuevo gobierno para crear una sensación de caos y anarquía. Nuestra respuesta siempre fue la misma: ayudar a paliar los efectos de la crisis que tendía a paralizar al país.

 

De esa forma, miles de estudiantes participábamos de diarias jornadas de trabajo voluntario productivo, carga y descarga de alimentos, recolección y cosecha de productos del campo y obras destinadas a potenciar el trabajo de agrupaciones y cooperativas de pequeños campesinos. Fue así como en los meses de verano del año 71 construimos un embalse en Petorca, pequeño poblado en el norte de nuestro país, y en al año 73, un canal de regadío en la zona de Rengo. Entendíamos que nuestra vida como estudiantes estaba íntimamente vinculada a los éxitos del gobierno popular.

 

Mi familia se declaraba allendista, sin militancia política alguna. Participaba activamente en las actividades vecinales. Prácticamente los últimos años vivíamos en la universidad y nos sumábamos a toda actividad social, hacia los sectores más necesitados, sobre todo en situaciones de desastre como inundaciones, temporales y terremotos. También, por cierto, en actividades políticas vinculadas a elecciones de orden municipal o nacional.

 

Nuestra intensa vida -en todos los planos- se vio dramática y abruptamente castrada la mañana del 11 de septiembre de 1973. La fuerza de las armas ponía fin a nuestras voluntades y sueños y con ello se iniciaba la mayor persecución que nuestra historia conoce y para mí, un calvario que hasta el día de hoy se mantiene.

 

Desde ese día nefasto, mi familia dejó de ser la misma. Se nos fue la alegría de vivir y nos separaron de nuestros principales afectos. Se impuso el terror. La casa de mis padres era permanentemente allanada y vigilada, controlada toda comunicación. Mis hermanos fueron despedidos de sus trabajos. Incluso una hermana que, con la muerte de mi padre había asumido como el principal sustento de la familia, en los primeros años de la transición a la democracia, al conocerse el vínculo familiar conmigo, fue interrogada y despedida sólo por esa razón.

 

Hacia fines del año 73, se reabrió la Universidad, después de estar cerrada por los sucesos de 11 de septiembre. Hasta ese momento era alumno regular del último año de la carrera de Química. Y, por tercer periodo consecutivo sostenía el cargo de Presidente del Centro de Estudiantes de esa carrera, perteneciente a la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Chile.

 

En ese momento se me informa que no tengo derecho a matrícula, pues seré interrogado por un fiscal establecido en la universidad bajo los siguientes cargos que reproduzco de manera textual:

 

- Hacer proselitismo político

 

- Ser sectario

 

- Participar de actos atentatorios en contra del normal desarrollo de la convivencia universitaria

 

Comencé a preparar mi defensa de estas acusaciones tan extrañas. Lo único que me quedaba era recurrir a los propios estudiantes. Empecé a recolectar firmas que desmintieran dichas acusaciones. Sólo en un par de jornadas -y a pesar del temor existente- cerca del 80% de los estudiantes firmaron.

 

En este contexto y en esas actividades es que en una de mis visitas al centro de estudios, el martes 14 de mayo de 1974 a las 08:00 am, en presencia de numerosos estudiantes, fui detenido dentro del recinto universitario, de manera violenta y sin mediar ningún tipo de razón e identificación, por agentes del estado pertenecientes a la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA).

 

De inmediato fui esposado y conducido a un vehículo estacionado a 300 metros de la puerta principal de la Facultad. Durante el trayecto grité a los estudiantes que avisaran a mi casa de la detención, lo que significó una cacería interna por evitar dicha comunicación.

 

Ya en el vehículo se me puso cinta adhesiva en los ojos y me condujeron hacia un centro de detención, durante el traslado me interrogaron sobre una serie de nombres y el paradero de una serie de personas, a quienes obviamente conocía pues eran -al igual que yo- dirigentes estudiantiles o políticos públicos.

 

De inmediato -y por referencias de otros detenidos- logré determinar con exactitud que me encontraba cautivo en la llamada “casa del terror, de las sillas, de la música o las campanas”. Esta última denominación dada por la cercanía de la iglesia de San Francisco. Este centro de Torturas, muy conocido hoy por las denuncias de familiares de Detenidos-Desaparecidos y torturados sobrevivientes, operaba en la calle Londres número 38, de Santiago, Chile.

 

En este centro, desde el primer día, fui objeto de extensos interrogatorios que regularmente comenzaban con fuertes golpes de puño y otros objetos. Continuaban con el submarino seco y culminaban con parrilla. Es decir, golpes de corriente en distintas partes del cuerpo, en especial en los genitales. Durante dos semanas estuve en esas condiciones y en calidad de detenido-desaparecido.

 

Luego, con las huellas frescas de la tortura fui trasladado al Estadio Chile, que es un estadio cerrado a cargo de carabineros, bajo el mando del coronel Conrado Benítez.

 

Este lugar constituía un centro de recuperación y tránsito de prisioneros. Toda la vida se desarrollaba dentro de la cancha de este recinto. Las plateas y galerías eran reservadas para castigo. En sus dos costados se habían establecido emplazamientos de ametralladores orientadas hacia el centro del campo. De manera frecuente se realizaban zafarranchos de combate, simulando un ataque externo.

 

Desde este centro fui trasladado a la Cárcel Pública de Santiago, donde me iniciaron un proceso en la Fiscalía Militar de Santiago a cargo del fiscal Joaquín Elbaurn.

 

Fui sobreseído y quedé detenido por ley de Seguridad Interior del Estado. Me trasladaron a la ex Penitenciaría de Santiago que, al igual que la Cárcel Pública, era un recinto esencialmente destinado a delincuentes comunes. En ambos lugares se habilitaron un par de calles y galerías para los presos políticos.

 

Luego de un tiempo fui trasladado a Tres Álamos, otro centro de detención y torturas, bajo la dirección del mismo cuerpo y personal del Estadio Chile, el que ya en esa fecha había sido cerrado.

 

Desde ese lugar, pasado un tiempo que me cuesta precisar, fui trasladado al campo de prisioneros de Melinka, ubicado en la localidad de Puchuncaví, a unos 200 Km. de Santiago hacia la costa del litoral central.

 

Estando detenido aquí recibí la visita del Comité Pro Paz, entre cuyos integrantes iba un querido compañero

 

Este campo de concentración de detenidos estaba bajo el mando de la Infantería de Marina, y respondía exactamente a la estructura de los campos nazis: doble alambrado, casetas de vigilancia en altura, reflectores móviles y sirenas.

 

El personal rotaba semanalmente y sólo un sargento de apellido Núñez era permanente. Se nos obligaba a diario en las formaciones a cantar himnos militares como la famosa Lily Marlen, o el himno de la infantería de marina, barquito de papel y otros.

 

Varias veces ocurrió que, cuando a un comandante de campo se le ocurría que no salía bien la canción, nos obligaban a horas de ensayo las que, generalmente terminaban en un "picadero" de castigo. Éste consistía en trotar y trotar repitiendo las voces de mando de los guardias y con distintos tipos de ejercicios físicos. De este castigo no se salvaba nadie, ni viejos ni enfermos.

 

Recuerdo que la Semana Santa del año 1975 se organizó un espectáculo por los detenidos con distintos tipos de actuaciones. Una vez terminado y de madrugada, sacaron cabaña por cabaña a todos los detenidos, a los golpes e insultos. Obviamente, al otro día se suspendieron las visitas y estuvimos todo el día en encierro.

 

Un día llegó personal de los servicios de inteligencia a hacer una encuesta y que los prisioneros firmaran un documento, en el que quedaba expresamente determinado de que “desea salir de manera voluntaria del país”.

 

Por convicción y también por orientación partidista, apelando a factores morales me negué a firmar dicho documento, actitud que fue asumida por muchos detenidos.

 

Luego de ello me trasladan a 4 Álamos, centro de detención y torturas, ubicado en la comuna de San miguel en Santiago, continuó a 3 Álamos.

 

Allí quedo en el sector de libre plática, lugar en que nos vuelven a fichar y nos preparan un pasaporte marcado con la letra “L”, que tiene validez solo para salir del país, es decir me expulsan del país.

 

Con ello comienza mi exilio. Poco antes de salir y para tener la posibilidad de apelar por reunificación familiar posterior, decidimos con mi ex esposa y madre de mis dos hijas mayores -hoy fallecida- contraer matrimonio. Un oficial civil llegó campo y realizó la ceremonia en medio de una fuerte custodia armada.

 

Al igual que muchos chilenos, durante un año y medio, sin mediar proceso alguno se me trasladó por diversos lugares de detención y tortura, cárceles y campos de prisioneros. De igual forma, mi familia fue sometida a constantes controles, allanamientos y amenazas. La mayoría de mis hermanos perdió sus trabajos.

 

El 5 de septiembre entre las 18 y 19 horas nos suben a un autobús y nos conducen al aeropuerto con una bolsa de mano como equipaje. Directamente desde el bus subimos al avión y de ahí rumbo a Panamá. El gobierno del general Omar Torrijos había aceptado recibir a este contingente de 125 chilenos.

 

Fuimos ubicados en el Hotel Central, un viejo hotel que sirvió de refugio a los trabajadores que construyeron el canal. Se nos asignó una modesta ayuda económica y la alimentación esencial. Mientras se resolvían situaciones de estudio o laborales. A pesar de los esfuerzos de las organizaciones locales de defensa y solidaridad y la ayuda mutua entre los exiliados, las posibilidades trabajo, de atención médica y de reunificación familiar eran precarias.

 

Ante la falta de perspectivas y por razones de salud, como una forma de curar las heridas de las torturas y el encierro, apelo a la solidaridad cubana y en diciembre de ese año viajé con destino a la isla. Allí fui intervenido quirúrgicamente y me extirparon un testículo, signo permanente que tengo de los golpes y descargas eléctricas recibidas.

 

Todo esta experiencia dolorosa ha condicionado mi vida y hoy me pretenden convertir en la moneda de cambio en el tema de las violaciones de los derechos humanos. Esto es una constante cada vez que se avanza en la verdad, como es el caso actual de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, que encabeza el obispo católico Sergio Valech junto a un grupo de profesionales, y en la que se reconoce por primera vez que la tortura no fue una práctica aislada ni un exceso de algún funcionario, sino parte de una política oficial llevada a cabo por los principales poderes del Estado e implementada en la práctica por las Fuerzas Armadas y policiales, como instituciones, contando con la complicidad de sectores civiles -como periodistas, políticos y empresarios-. En estos 14 años del término formal de la dictadura, cuando se han planteado querellas y procesamientos a Pinochet y los personeros de su régimen terrorista, nos utilizan a los luchadores sociales como la contraparte y por eso, estoy absolutamente convencido de que mi detención ahora no es casual.

 

Afectuosamente

 

Galvarino Sergio Apablaza Guerra.

 

-Tengo habeas corpus y respuesta judicial reconociendo mi condición de detenido en 1974.

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