Contrarrevolución
Juan Diego García (especial para ARGENPRESS.info)
Las clases dominantes poseen su manual práctico para realizar la contrarrevolución. Sus cinco componentes son: una base social que es necesario activar, el control de los principales resortes de la economía, el manejo casi monopólico de los medios de comunicación de masas, el apoyo de las fuerzas armadas y el concurso del capitalismo metropolitano más conocido como “comunidad internacional”.
La base social de la contrarrevolución ya no se limita a los exiguos porcentajes de quienes poseen el gran capital. A diferencia de antaño en las sociedades rurales caracterizadas por la polarización extrema entre una pequeñísima oligarquía y el inmenso universo del pueblo, en la actualidad el desarrollo urbano y la modernización permiten el surgimiento de unas capas de pequeña burguesía más o menos amplias. Por ideología e intereses compartidos se convierten en la base social de las fuerzas que se oponen a los gobiernos nacionalistas y populares, y con mayor razón si se intenta desmantelar el capitalismo. A pesar de ser minoritarios resultan suficientes para dar cuerpo a proyectos contrarrevolucionarios; aunque no van más allá del 20% o 30% de la población consiguen arrastrar en sus aventuras a los sectores menos concientes de la población pobre. El debilitamiento sistemático de las fuerzas populares (dispersas, amedrentadas, atemorizadas, divididas) les permite compensar su condición de minorías y ganar elecciones, bloquear gobiernos, precipitar el caos social y culminar con la derrota del gobierno progresista.
Son entonces un colchón muy útil, un apoyo social clave compuesto por pequeños y medianos empresarios, sectores religiosos tradicionalistas, tenderos, profesionales, universitarios (sobre todo de universidades privadas) y un componente mafioso que juega el rol de fuerza de choque para hacer el trabajo sucio del sabotaje, el atentado, el desorden callejero, la difusión de rumores, la asonada, etc. En todas estas actividades es usual encontrar a delincuentes habituales, grupos de ultraderecha, lumpen y sectores socialmente descompuestos.
Por supuesto, el mecanismo principal de la contrarrevolución sigue siendo el control decisivo de la economía nacional. Las elites dominantes controlan lo fundamental de la producción, la comercialización y sobre todo las finanzas. Ello les permite decidir sobre la dinámica productiva y ejercer un sabotaje muy efectivo que se traduce pronto en escasez, desabastecimiento, inflación galopante, evasión de capitales y otros fenómenos que golpean sobre todo a las bases sociales del gobierno progresista. Las políticas neoliberales que debilitan en extremo al Estado tienen como uno de sus ejes asegurar una escasa o nula presencia del gobierno en la economía no solo limitando sus facultades para dirigirla sino privatizando las empresas públicas mediante las cuales el Estado puede jugar un papel clave en la política económica. No es por azar que los gobiernos reformistas del nacionalismo y del populismo se esfuercen con tanta tenacidad en recuperar el control de los recursos naturales del país, nacionalizar las empresas en los sectores estratégicos y reivindicar la dirección de la economía. Sin este mecanismo fundamental se hace patente que tener el gobierno no es lo mismo que tener el poder, que no basta tener razón ni el apoyo claro de las mayorías mientras el control de la riqueza continúe en manos de los grupos dominantes minoritarios.
Una de las formas más efectivas de este poder real es el dominio privado, casi monopólico, de cadenas de televisión, radios, periódicos y revistas, así como el control efectivo del púlpito de variadas iglesias, “tanques de pensamiento”, fundaciones y ONGs multimillonarias que ejercen un papel decisivo en la formación de la opinión pública. Manipulan, mienten, tergiversan y utilizan el conocido sistema nazi de convertir en verdad una mentira a fuerza de repetirla. La creación en los Estados Unidos de una opinión mayoritaria de apoyo a la agresión contra Irak, en base a mentiras y manipulaciones lo demuestra de manera fehaciente. Con ello se desmintió su supuesta objetividad y profesionalidad y se hizo añicos la alegada libertad de prensa y acceso democrático a la información. La razón es obvia: solo con capitales inmensos es posible crear un medio moderno de comunicación (a excepción quizás de páginas en Internet); solo defendiendo los intereses del gran capital es posible mantener esos medios en circulación. Los escasos medios independientes (contados con los dedos de la mano) son la excepción que confirma la regla.
La derecha cuenta también con el apoyo de las fuerzas armadas, por lo general muy conservadoras y afectas por múltiples vínculos a los grupos dominantes. A pesar de estar constituidas mayoritariamente por personas provenientes de los sectores populares la estructura extremadamente jerárquica y la ideología de defensa del orden que les caracteriza así como la formación reaccionaria que reciben (en muchas ocasiones directamente a cargo de misiones extranjeras que les convierten en verdaderas extensiones de las fuerzas armadas imperialistas) explican que solo excepcionalmente se colocan del lado de los sectores populares. Lo usual es que se conviertan en el último recurso de las elites en su empeño de derribo de los gobiernos populares y nacionalistas. Entonces se producen los golpes de Estado con sus consecuencias de cierre total de la democracia formal, represión masiva, políticas altamente impopulares y sobre todo entrega a las empresas transnacionales del control de los mercados y de los recursos naturales.
Por último, la fórmula del golpe de Estado se completa con el apoyo masivo del capitalismo metropolitano. La llamada “comunidad internacional” se moviliza entonces contra el gobierno nacionalista que afecta sus intereses; una movilización que incluye el acoso económico, el masivo ataque a través de los medios de comunicación bajo el control absoluto de las grandes multinacionales, la intervención directa de sus agentes diplomáticos alentando a la oposición y financiando el sabotaje y la activa labor de ONGs y fundaciones sostenidas directamente por los gobiernos metropolitanos y apadrinadas generosamente por poderosos conglomerados económicos. Y cuando todo esto no es suficiente queda el recurso postrero de la invasión en defensa de la “democracia y el libre mercado”. Cuando ocurren los golpes de Estado es seguro que detrás de los golpistas se encuentran las embajadas de la “comunidad internacional”, las famosas “misiones militares” y los agentes extranjeros que coadyuvan, planifican y alientan la empresa subversiva.
Por supuesto, la estrategia golpista no siempre funciona. Si quienes dirigen el proceso de reformas socioeconómicas y defensa de la soberanía nacional organizan adecuadamente sus bases sociales, la contrarrevolución se verá ahogada por la inmensa marea humana de las mayorías. El fortalecimiento de la economía pública y de la función económica del gobierno así como la recuperación de los recursos naturales son armas útiles contra el sabotaje económico de la derecha. El trabajo de información y educación populares, el contacto directo con la población, la labor de formación política y organización de las clases trabajadoras y del pobrerío en general (tan importante en estos países) consigue neutralizar la manipulación mediática (Venezuela, Ecuador y Bolivia son buenos ejemplos de una lucha exitosa contra los medios), si es que antes los hechos mismos no se encargan de echar por tierra la intoxicación de la ciudadanía, como ha ocurrido en Estados Unidos respecto a la guerra de Irak. Las fuerzas armadas, solo excepcionalmente se neutralizan ante un gobierno de progreso pero pueden resultar sensibles al discurso nacionalista –al menos en sus bases y entre cierta oficialidad- de manera que es factible realizar reformas de calado que cambien la correlación militar de fuerzas. Por supuesto, las fuerzas populares pueden organizar sus propias milicias como garantía, pues sin el respaldo de la fuerza hasta la causa más legítima se convierte en fantasía. La amenaza externa también puede derrotarse si internamente las cosas se hacen bien y al mismo tiempo se consigue el apoyo de la población trabajadora de los países metropolitanos.
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