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T r i b u n a c h i l e n a

Para entender el caso chileno.Estructura del Estado y prácticas corruptas

escribe Jorge Gómez Arismendi

Actualmente el sistema estatal -en la mayoría de los países, también en Chile- gira en torno a nuevas formas de relación a nivel de las elites, entendidas éstas, como aquellos grupos al mando de las jerarquías y organizaciones más importantes de la sociedad moderna, las grandes empresas, controlan el Estado y ocupan los puestos de mando de la estructura social.

Estas nuevas formas de relación -generadas entre agentes de orden corporativo, altos directivos de empresas, y el buró estatal, mediante el constante flujo de individuos desde un campo al otro- ha ido creando un sistema de trueque de funcionarios públicos y privados, que va generando crecientes relaciones clientelares, que derivan en diversas irregularidades, tendencias de orden oligarca y de corrupción cada vez más frecuentes en el aparato estatal.

Lo anterior, no sólo cambia las formas de distribución del poder, sino que amenaza con ir disminuyendo la eficacia del Estado -con respecto a lo que debe realmente resolver- y debilitando las bases estructurales y de legitimidad primaria de éste y de la democracia misma.

Porqué ¿Si nuestros políticos no respetan el Estado de Derecho, por qué tendrían que hacerlo los ciudadanos comunes, sumidos en la pobreza y el desempleo?

Para entender porqué se está haciendo cada vez más frecuente el “destape” de casos de corrupción, debemos tener claro que a medida que una elite determinada -sea del sector que sea- comienza a consolidar su presencia en el aparato burocrático del Estado, controlando los puestos más influyentes y estableciendo redes de relación más estrechas con otros actores del poder -ya sean empresarios, religiosos o militares- también comienzan a surgir atisbos de la propensión oligárquica a la que deriva cualquier organización que carece de una estructura democrática sólida, que se ve marcada posteriormente por la corrupción y el abuso de poder.

Esto, porque la elite dirigente que controla el Estado, paulatinamente y a medida que pasan los años, tiende a sentirse desligada del resto de la sociedad y de los compromisos adquiridos con ésta, pues considera que ya no debe responder al soberano, es decir al pueblo que la eligió, ya que estima que su posición es legítima y absolutamente merecida en cuanto dominio del resto, debido a sus propias competencias y logros. Así surgen actitudes de orden aristocrático, oligárquico, y muchas veces de falta de probidad y corrupción en el Estado y en sus organismos.

Los puestos públicos, los bienes y beneficios que estos conllevan, parecen volverse consuetudinarios entre los miembros de las clases dirigentes a medida que un sector, grupo, coalición o partido se sedimenta en el poder, afectando profundamente la distribución y probidad del poder dentro del aparato estatal y también la imagen que los ciudadanos tienen con respecto a la “democracia”.

Según el informe del Programa de Naciones Unidas para el desarrollo (PNUD), sólo un 3 % de los miembros de la elite chilena proviene de clases populares y un 65% siempre han pertenecido a ella. Por lo tanto, la corrupción no sería generada por miembros de clases populares que acceden a puestos en la elite, como generalmente se alude, sino que es desarrollada y practicada por gente que literalmente nunca le ha faltado nada.

Vemos que la ambición genera más ambición.

Es por esto, que esta asimetría en el ejercicio y acceso al poder, puede rápidamente convertirse en caldo de cultivo para la corrupción, entendida como la desviación en cuanto al cumplimiento formal de los deberes de un rol público, a causa de la existencia de intereses privados -personales, familiares, de facciones partidarias o corporativas- de carácter económico o relativos al mejoramiento de status social.

Lo esencial para evitar que la corrupción se naturalice, es generar una mayor transparencia no sólo en el uso de los recursos, sino también en la forma en que se accede a los puestos del Estado. La mejor forma, es ampliar la democracia, abrir los espacios a otros ciudadanos, y evitar el anquilosamiento de las elites.

Jorge Gómez Arismendi. Periodista

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