América Latina en una difícil encrucijada. El elector exhausto
por Emilio Cafassi (Uruguay)
Un rápido repaso de la situación de los progresismos sudamericanos nos devuelve un panorama áspero, plagado de preocupaciones y dificultades. A excepción de Bolivia, y parcialmente de Uruguay, los gobiernos restantes se encuentran jaqueados por variantes políticas animadas con pujantes intereses restauradores del neoliberalismo y la derecha política. Argentina, Brasil, Chile, Ecuador y Venezuela están atravesando momentos de conmoción y debilitamiento que, en virtud de sus desembocaduras, pueden alterar el mapa político regional. Con desigualdades y contradicciones muy importantes entre sí, todos ellos intentaron confrontar con el modelo neoliberal expandiendo derechos sociales y civiles, mejorar parcialmente los indicadores sociales y avanzar, aún lentamente, en procesos de cooperación e integración. En ciertos casos con resultados resplandecientes en algunas esferas materiales y simbólicas, y en otros a paso lento, entre otras razones, porque los puntos de partida nacionales fueron disímiles, al igual que las composiciones sociales y culturas políticas propias y heredadas. En cualquier caso, los aún acotados niveles de cooperación y la relativa resistencia a los dictatums imperiales en general, y estadounidenses en particular, son los más relevantes en los más de 500 años de vida del subcontinente.
El vicepresidente boliviano Álvaro García Linera señalaba recientemente, en una visita a Uruguay para exponer en el Paraninfo de la Universidad de la República, que en América Latina en los dos próximos años “puede pasar todo” ya que “está envuelta en una reconfiguración del poder político y económico fantástico”. Pero resulta particularmente interesante su advertencia de la necesidad de admitir errores. En primer término por la relevancia metodológica para fundar nuevos modos de hacer política. A la coyuntura le reconoce amenazas propias y externas resumiendo las primeras como “nuestras propias debilidades” para agregar que “como revolucionarios tenemos que admitir que también cometemos errores y que tomamos decisiones equivocadas”. En segundo lugar, por su conclusión ya más ceñida sobre el acento de esos errores en el campo de la integración: “Faltó lo más difícil, en la economía cada cual se fija en lo suyo, no se ha creado una red de integración económica que vaya más allá de los circuitos de mercado. En lo político hemos avanzado mucho, en lo económico hemos avanzado muy lento”. No estuve presente en el encuentro y temo sacar esta conclusión de contexto guiándome exclusivamente por la prensa, pero aprovecho algunos de sus disparadores para sugerir que si García Linera alude a las formas institucionales de la Unasur y el Mercosur, me parece compartible. Si, por el contrario, intentara reflejar las diversas realidades nacionales latinoamericanas, difícilmente sirva como diagnóstico, a excepción de Bolivia que vive el proceso más sólido y estable de toda la región. Desde el punto de vista político, varios países del giro progresista vienen retrocediendo aceleradamente. Como intenté desarrollar en varias oportunidades, aquellos que han dejado intactas las constituciones burguesas heredadas, montados acríticamente sobre el régimen político liberal-fiduciario, y más aún si han sido aquiescentes para con el personalismo y la burocratización, inevitablemente terminarán paralizados por sus propias contradicciones y posiblemente aplastados por los verdaderos diseñadores y defensores del régimen que pasaron a reivindicar.
No desprecio el peso de la llegada de la crisis capitalista internacional a estas playas, ni menos aún la magnitud de la caída de los precios internacionales de los commodities que, como sostiene el economista Couriel en su columna de este diario, limitan el crecimiento económico. Sólo quisiera señalar que las crisis políticas no son una réplica especular de las dificultades económicas, pero menos aún podrían serlo si las fuerzas políticas del cambio mantuvieran una relación de movilización, participación y organicidad con las bases y movimientos sociales. O en otros términos, si las mayorías se sintieran partícipes de las decisiones que, cualquiera fuera la coyuntura, los gobiernos adoptan. Si la autonomía de los representantes y la concentración del poder, tarde o temprano terminan erosionando a las derechas, cuánto más le sucederá a las fuerzas políticas del cambio que se desmovilizan y autonomizan una vez llegadas al poder.
Pero los efectos del régimen y las particularidades de cada tradición política alternativa se potencian geométricamente cuando se vinculan con un flagelo carente de signo ideológico: la corrupción. En un reciente reportaje a Noam Chomsky que le hiciera el dueño de la tan influyente como derechista editorial argentina “Perfil”, el lingüista identifica en la magnitud de la corrupción la razón de la crisis política y de credibilidad tanto en Brasil como en Venezuela (agrego que también fue lo que disparó la crisis en Chile -con escasos antecedentes en la materia- y que adquiere igual trascendencia en Argentina). Pero Chomsky sentencia algo más amplio aún y es que “un logro real, duradero, tendrá que basarse en movimientos populares organizados que tomen la responsabilidad del control total de la política, la información y la implementación”. Las demandas sociales tienen que ser representadas para que sean negociables. De lo contrario, sacuden hasta el orden constitucional. Por ello es deseable y hasta indispensable la existencia y representación de movimientos sociales de toda laya (sindicales, ecológicos, de derechos humanos, feministas, etc.). Si en ausencia de tal control y representación, se sospecha que quien o quienes adoptan las decisiones a sus espaldas son además corruptos, no tardará en emerger algún tipo de reacción popular.
Si tal reacción se desarrolla en el plano electoral, seguramente tendrá una dirección obliterada ya que en ausencia de control y decisiva participación popular (sumados a la ausencia por parte del régimen político de reaseguros institucionales como el mandato imperativo o la revocación de mandatos) se erigen mitos en su reemplazo. Uno de ellos es el llamado “voto castigo”. Se pretende disfrazar este consuelo ineficiente de escarmiento electoral, como una regulación justa de la quebrada o inexistente relación entre representante y representado. Sin duda castiga electoralmente a algunos personajes en particular, pero dejando intacto el sistema que los reproduce. No menos mítico que el de votar a supuestos “políticos honestos” -cualquiera sea su pertenencia o tradición política- suponiendo además que luego no sorprendan al elector con su deshonestidad, como fue literalmente el caso del ex presidente argentino De la Rua. De este modo, sólo se sigue desplazando el verdadero problema: la no intervención del ciudadano en la toma de decisiones y en el control de los que las adoptan.
El primer examen sudamericano se dará en dos semanas en Argentina. El viernes pasado asistí a una reunión de claustros de mi facultad, convocada por el oficialismo en apoyo a la candidatura de Scioli. Como ya adelanté aún antes de la primera vuelta que en la segunda lo votaría, y como tengo antecedentes de bombero voluntario de ballotages votando en cuatro oportunidades contra Macri, me pareció adecuado ir a exponer tanto algunas certezas cuanto vacilaciones y desalientos. Sintéticamente, creo que un gobierno de Macri se alineará inmediatamente con la embajada estadounidense y aportará a la ofensiva contra los gobiernos progresistas de la región tanto como estrechará vínculos con aquellos más reaccionarios. Despreciará aún más que el oficialismo al Mercosur y se acercará a la Alianza del Pacífico. Como representante de los principales grupos económicos, terratenientes y comunicacionales encarará una mayor liberalización del comercio exterior, para beneficiar aún más a la renta agraria, e impulsará un ajuste del gasto público y de los programas sociales. Inversamente Scioli ¿está exento de aplicar éstas medidas? Lo desconozco y expuse esa duda señalando los parecidos entre ambos, aunque reconociendo que si lo hiciera tendría necesariamente tensiones graves con cierta parte de sus bases electorales. Para decirlo en los términos de la díada de García Linera, esta desembocadura no está empujada por factor externo alguno, sino por errores exclusivamente propios. La líder y actual presidenta argentina decidió desde algún punto del monte Olimpo que era hora de volver a los orígenes posteriormente negados: el menemo-duhaldismo ungiendo una incertidumbre personificada.
La disyuntiva es dramática, acuciante y no admite indiferencias. En el primer acto de esta tragedia, el macrismo se quedó con los principales centros urbanos. En el próximo y último podría quedarse con el país entero. La actitud de la izquierda orgánica argentina de llamar a votar en blanco no la aleja del problema, sino que la sitúa como parte sustantiva del mismo. Probablemente sus más infantiles exponentes, que son los que inveterada y naturalmente la vienen liderando, hasta apuesten a una victoria macrista, ya que admiten tácitamente que “cuanto mejor peor”. No creo que sus electores lo compartan.
Pero los ciudadanos en su conjunto, vaciados de protagonismo y desmovilizados tras la insurrección popular de aquel diciembre argentino, deciden exhaustos su destino, apenas como actores de reparto.
El autor, Emilio Cafassi, es profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
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