La paz en clave del modelo neoliberal
Por Alpher Rojas Carvajal
Un referente de interés sociológico, en este país tan rígidamente estratificado, permite advertir entre los actores sentados a la mesa de Oslo, que el promedio de sus edades es de sesenta y cinco años, lo cual indica que cuando estalló el conflicto armado en Colombia ellos eran unos niños que apenas empezaban a caminar y, por mucho, estaban entrando a la adolescencia. Otros –los menos- aún no habían nacido.
Los representantes gubernamentales son miembros de familias con poder social y económico, nacieron y crecieron en hogares en los cuales nunca faltó nada para mantener una vida saludable y acceder a la educación de calidad. Las mejores universidades les abrieron sus puertas sin mayores exigencias, basadas en sus antecedentes familiares ilustres, y muy pronto se vieron presidiendo grandes organizaciones empresariales y financieras o altos cargos en la función pública, gracias a su filiación bipartidista, sistema que desde entonces adoptó la teoría smithiana de “la construcción del enemigo” y por tanto se decidieron por la formación de elites especializadas y la acumulación de caudales y medios de comunicación para combatirlo. Uno de ellos llegó a ser Vicepresidente de la Nación y brillante líder de la Constituyente de 1991, dos generales de la república, alcanzaron la comandancia general de las Fuerzas Armadas y la Dirección nacional de la policía. Otro, ha sido gerente del sistema financiero y presidente de la poderosa organización de industriales ANDI y del Consejo Gremial Nacional.
Casi todos ellos han publicado libros cuya importancia no ha sido objeto de discusión intelectual ni científica, pero siempre han figurado en los titulares de la prensa nacional y sus rostros han sido constantemente relucidos por los reflectores encomiásticos de la televisión comercial desde entonces en manos de monopolios que operan –bajo licencia del gobierno- el espectro electromagnético, al tiempo que sus opiniones político-económicas se ofrecen de manera destacada en los diarios más importantes del país. Su influencia les ha permitido acceder a las más variadas misiones diplomáticas en el mundo y/o a los organismos multilaterales, donde han aprendido las recetas de funcionamiento del poder económico mundial, para cuyas elites la guerra ya no es la continuación de la política por otros medios, sino la continuación de la economía por otros medios. Hoy se encuentran frente a uno de los desafíos más importantes de la historia: lograr acuerdos políticos con la guerrilla para terminar el conflicto armado más largo y sangriento que hemos padecido y, como consecuencia, “construir” la paz. Constituyen ellos un grupo cuya legitimidad proviene tanto de su procedencia socioeconómica y la calidad de la delegación presidencial, como por “la cantidad representada” en las discusiones por la paz.
Por su parte, los representantes de la insurgencia proceden de zonas rurales o pequeñas localidades de alejadas regiones del país, crecieron en familias con necesidades básicas insatisfechas -como la mayoría de los colombianos-, o son vástagos de clases medias estancadas en sus proyectos socioeconómicos por la irritante concentración de la riqueza y de las oportunidades en pocas manos, o pisoteados por la expansión de la corrupción público-privada (eliminemos aquí la conjunción “y” porque es una misma patología alimentada por iguales ambiciones sectoriales). Sin embargo, y merced a esfuerzos denodados ingresaron a la universidad pública y algunos descollaron con sustentadas tesis en diferentes campos de las ciencias sociales, especialmente en trabajos relacionadas con el funcionamiento anómalo de la sociedad y del Estado o con la interpretación y el análisis de los factores generadores y dinamizadores de la violencia.
Aunque “en la vida civil” fueron profesionales cuya formación hubiera podido servirle al país con esa eficacia indispensable (con la que han sostenido la guerra) para optimizar los recursos y distribuir democráticamente los bienes sociales, como notables teóricos del Estado o brillantes expositores políticos (incluso artistas y poetas), nunca pudieron acceder a una vida laboral estable ni su creatividad intelectual logró el registro de sus obras en las grandes editoriales. Los medios masivos coincidieron en no ocuparse de sus investigaciones ni de sus ideas a no ser para estigmatizarlas, al tiempo que sus luchas sociopolíticas fueron ocultadas o tergiversadas, pues casi todo lo hicieron a través de canales partidistas no tradicionales, sino de oposición al sistema bipartidista en el cual política y negocios no son antitéticos y donde el pensamiento crítico no tiene validez.
Como quiera que el país cada día se cerraba más y más a los fines de la democracia real –una constante que permea la actualidad, que es de exclusión e inequidad- y sus élites se han mostrado indiferentes a las expectativas del desarrollo humano equitativo, asumieron, primero, una rebeldía discursiva afianzada en las tesis doctrinarias de los principales pensadores de la izquierda planetaria, con discursos en los campos y mítines populares en los suburbios, pero la represión estatal les cerró el camino. Entonces, decidieron alzarse en armas contra el Estado legítimo en circunstancias complejas en las que han logrado mantener su organización pese a la asimétrica desventaja numérica en unidades y armamento; en algunas regiones llegaron a suplir la ausencia del Estado y lograron una capacidad significativa de reclutamiento. En el fondo, como lo ha dicho el investigador Francisco Gutiérrez Sanín, “ha sido una guerra por más Estado contra el Estado”.
Ahora, tras comparecer al llamado del gobierno para formalizar los diálogos exploratorios conducentes a desarrollar un “Acuerdo General para terminar el conflicto” en los cuales se definió una Agenda y unas reglas y procedimientos para evacuarla, las fuerzas insurgentes llegan a la mesa de Oslo a ratificar su voluntad de “construir la paz”, con su invariable discurso de crítica social y de oposición política al régimen neoliberal. Sin embargo, al igual que los voceros gubernamentales no tienen experiencias de paz, su conocimiento de la convivencia es meramente teórico. Pero intuyen, con muy buena lógica, que la oscuridad de un recinto no se puede “sacar a baldados”, sino encendiendo la luz.
Naturalmente, en un encuentro de contrarios –en la fase de construcción del proceso-, no podrían faltar cordiales desencuentros y precisiones de ambas partes que, sin duda, implican sino una revisión, si una mirada de clarificación a sus alcances y limitaciones. Le ocurrió al gobierno mismo con su postulado de ratificación del Acuerdo por la ciudadanía y la sugerencia de una Asamblea Constituyente para revisar los temas que impiden la convivencia, sin duda una formulación abierta y tentadora que desborda los alcances de la Agenda. Tanto De La Calle como Iván Márquez aprovecharon el escenario para “hacer jurisprudencia” por la vía de puntualizar o adicionar conceptos para la discusión venidera. Pero la tajante admonición del vocero gubernamental, en el sentido de que “aquí no se va a discutir ni la doctrina militar ni el modelo económico ni la inversión extranjera, fue una frase inadecuada, porque si se trata de buscarle una salida política al conflicto, que es una consecuencia de los grandes desequilibrios socioeconómicos, cómo no discutir el modelo que ampara la inequidad y la pobreza y que estimula la concentración de la riqueza y de las oportunidades. ¿Entonces de qué se va a hablar?
No se trata, como parece haberlo entendido la representación gubernamental, de una rediscusión de la Agenda ni del decantado abstracto de una visión del mundo, ni de una nueva puesta en escena de las temáticas ya definidas, sino de una reinterpretación de los alcances de cada ítem conforme fue planteado por Iván Márquez –sin decirlo- en su discurso inicial. Como si la prioridad jerárquica establecida en la Agenda sobre “Desarrollo rural”, no comportara variables e interrelacionamientos que explican la crisis y los conflictos que hoy gravitan sobre el campo, como es el caso de la mega-minería, la concentración de la propiedad, la tercerización y la extranjerización agropecuaria o la “acumulación por desposesión”.
Por otra parte, es preciso advertir que esta discusión sobre los factores concernientes al campo no puede estar librada exclusivamente al debate interpartes con exclusión de los campesinos y los pequeños productores agropecuarios. El concepto de desarrollo rural no es, no puede ser restrictivo, pues está referido a todo lo que le está relacionado, por ejemplo, lo ambiental. Y en el caso de las Fuerzas Armadas, su discusión franca es indispensable, porque si no cabría preguntarse: ¿hasta dónde estarían dispuestas per sé a separarse de conductas rechazadas por la democracia y el DIH. De las palabras de Márquez se desprenden muy bien los fines que la organización insurgente desea para darle término al conflicto: “Una paz que no aborde la solución de los problemas económicos, políticos y sociales generadores del conflicto, es una veleidad y equivaldría a sembrar de quimeras el suelo de Colombia. Necesitamos edificar la convivencia sobre bases pétreas, como los inamovibles fiordos rocosos de estas tierras, para que la paz sea estable y duradera”.
La referencia a la caracterización de este proceso como distinto a los demás y por tanto, “serio, digno y respetuoso” entraña una convocatoria al apaciguamiento retórico y a la estricta sujeción a los puntos acordados que a la postre determina el propósito simbólico de no permitir un “alargue” de los diálogos o evitar la “caguanización de la mesa”, una conminación a la guerrilla, no para el gobierno que, según De La Calle parece asumirse sin obligaciones más allá de las logísticas. Objetivo que los voceros de la insurgencia no tienen en mente, si pesamos bien el trasfondo de sus mensajes constantemente referidos a la salida política sin más exigencias que la verdad y la vigencia salvadora del diálogo.
El del jueves en el hotel Hurdal fue un diálogo con guión pero sin libreto. La visibilización de las diferencias era esperada. El jefe de la delegación gubernamental no sólo representó allí la institucionalidad sino -incluidos mohín y tono-, los intereses privados muy explícitos de las elites socioeconómicas a las que el gobierno les ha permitido disfrutar de las ventajas del modelo de desarrollo neoliberal (por el que clamó respeto y se indignó). Por lo tanto, su discurso corto obedeció a que no tienen que decir nada más de lo que se ha dicho siempre en defensa del statu quo. Sin embargo en ocasiones tuvo raptus de sensatez: “hay mucho por hacer y queremos invitar a las FARC a hacerlo sin necesidad de rendirse y plagarse a nuestros términos”.
En cambio el discurso de la guerrilla, con una estética lingüística desprovista de adjetivos ignominiosos y un manejo maestro de los temas, desde el conocimiento, ciertamente un poco más largo –sólo 18 minutos más que el del vocero oficial- se explica no solo por su forzado y largo aislamiento mediático, sino por la necesidad de comunicarse a fondo con tres audiencias: la mesa de diálogos, sus tropas y bases sociales y, desde luego, la comunidad internacional. Márquez no dijo nada que no fuera cierto, empezando por los indicadores sociales y económicos que son los mismos utilizados por los investigadores más serios del país (Eduardo Sarmiento, Salomón Kalmanovitz, Jorge Iván González, Luís Jorge Garay, Ricardo Bonilla, Libardo Sarmiento, Daniel Libreros, Horacio Duque, Amylkar Acosta,) los ambientalistas y los defensores de DD.HH., la CEPAL, la FAO, Unesco y Human Rights Watch, el más reciente informe de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas señala que “Colombia vive un retroceso social escandaloso”.
A tono con estos diagnósticos Iván Márquez dijo: “Más de 30 millones de colombianos viven en la pobreza, 12 millones en la indigencia, el 50% de la población económicamente activa, agoniza entre el desempleo y el subempleo, casi 6 millones de campesinos deambulan por las calles víctimas del desplazamiento forzoso. De 114 millones de hectáreas que tiene el país, 38 están asignadas a la exploración petrolera, 11 millones a la minería, de las 750 mil hectáreas en explotación forestal se proyecta pasar a 12 millones. La ganadería extensiva ocupa 39.2 millones. El área cultivable es de 21.5 millones de hectáreas, pero solamente 4.7 millones de ellas están dedicadas a la agricultura, guarismo en decadencia porque ya el país importa 10 millones de toneladas de alimentos al año. Más de la mitad del territorio colombiano está en función de los intereses de una economía de enclave”.
Esos términos les parecieron a De La Calle y a los medios oficialistas del país “irrespetuosos, indignos e improcedentes” (¡?). En tanto que, según la encuesta del noticiero de TV de Yamid Amat CM& (jueves 18-10-12) el sesenta por ciento de los consultados aprobó la franqueza del discurso insurgente. “Tranquilo Bobby, con calma, estamos empezando”, dijo con su habitual buen humor el culto guerrillero Jesús Santrich.
Más duro e “irrespetuoso” con el establecimiento fue el Maestro del periodismo de opinión Daniel Samper Pizano, en su columna dominical de El Tiempo, leámoslo: En Colombia, el modelo neoliberal produjo una distancia cada vez mayor entre ricos y pobres; convirtió en negocio particular la salud pública; privatizó empresas que el sector público había levantado con gran esfuerzo durante décadas; potenció el sector financiero por encima del sector productivo; arruinó actividades agropecuarias que habían sido rentables; comprometió el medio ambiente; entró a saco en los recursos naturales y ahora quiere soltarle el freno a la minería multinacional.”.
El discurso del ex vicepresidente Humberto de La Calle, estuvo orientado, inicialmente, a ratificar la voluntad del gobierno de asegurar las condiciones logísticas y temáticas en la discusión de los puntos acordados en la Agenda y a plantear la necesidad de que esas conversaciones sean “rápidas y eficaces” tanto como la verificación a que serán sometidos todos los avances o estancamientos en la Habana. Al enfatizar que “el gobierno no será rehén del proceso”. Y que “si no se avanza, se levantarán de la mesa”, puso un primer condicionamiento no estipulado en los diálogos exploratorios. En tanto que el jefe guerrillero ripostó: “No somos partidarios de una paz express que algunos promocionan y que por su volátil subjetividad y por sus afanes, sólo conduciría a los precipicios de la frustración”. En adelante, pienso, el trabajo de mayor peso va a estar soportado por la comisión de garantes provista por delegados de Cuba, Venezuela y Chile. A propósito, ¿Qué hace Chile allí?, si es, en la práctica, un adversario radical del modelo alternativo que se consolida en América Latina?
De todas maneras es evidente que la voluntad de las partes expresada en sus respectivas presentaciones en Oslo, ha sido recibida con esperanza y optimismo “moderado”, como suele decirse ahora. Se trata de dejar sentadas las bases para construir un escenario de convivencia donde la guerra sea ahora por conquistar mentes y corazones con las armas de la razón y la política y cuyo se animará en el espléndido ambiente cultural de La Habana.
Alpher Rojas Carvajal es analista político e Investigador en ciencias sociales.
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