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T r i b u n a c h i l e n a

De cómo la política se camufla detrás de procedimientos judiciales.

De cómo la política se camufla detrás de procedimientos judiciales.

Por Héctor Vega

No es ni fácil ni deseable que se olvide la larga lista de crímenes cometidos por las dictaduras militares de la época de la “seguridad nacional”. El recuerdo del Plan Cóndor, vivirá por muchos años en la memoria y testimonio de las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina. La memoria de los pueblos es larga, en cambio los personajes de la política duran poco. De tiempo en tiempo surge el recuerdo de hombres y hechos que se creyeron para siempre olvidados. En Chile, la justicia estuvo clausurada durante dos décadas. No vio ni quiso ver el clamor de las víctimas. ¿Cómo sorprendernos que los organismos de derechos humanos de Argentina, testigos de los crímenes con que el Estado terrorista chileno decidió aniquilar cualquier forma de oposición, se opusieran a la extradición de Sergio Galvarino Apablaza?

¿Qué justicia podía esperar Apablaza de una institución que durante la dictadura militar aprobó cinco recursos de amparo de los miles que se presentaron? Es cierto, la presión en aquellos años exigía mucho más que el cumplimiento de un deber de estado por parte de los jueces y además nadie está obligado al heroísmo. Sin embargo, reconozcámoslo, aun no hemos asumido este negro período de la judicatura chilena. Quizás una actitud más clara fue la de Jaime Guzmán, quien despojado de la mitología con la cual se ha querido rodear su figura, reconocía ante sus colegas de profesión que los abogados no debían mezclarse en problemas de seguridad. Temas que bajo la dictadura de las FFAA quedaban entregados a una banda de asesinos, delincuentes y sicópatas, por lo cual el argumento de la seguridad significaba una clara y directa condena a muerte. Fue la forma como se entendió eliminar físicamente al adversario político. Guzmán, como asesor de Pinochet, no ignoraba esa realidad.

La UDI, con los mismos hombres que ayer callaron y prosperaron a la sombra de la dictadura, hoy sentados cómodamente en las cámaras legislativas en estado de shok y étonnement rasgan vestiduras en defensa de la democracia y exigen que se convoque como testigo a Sergio Galvarino Apablaza. Al mismo tiempo buscan aliados circunstanciales en la clase política, donde todos a coro, reclaman la extradición para ser traducido en justicia a este terrorista enemigo público. Nadie entre los que en alguna época se declararon opositores de la dictadura ha sido capaz de enrostrarle a la Derecha esta máxima hipocresía. ¿Quién puede ignorar que lo que la Derecha busca es la justicia de la opinión pública? y de paso obtener un justo dividendo político. ¿No sería más apropiado hablar de ajusticiamiento? O de la justicia de los diarios y la televisión, la misma que buscaron (con éxito) las transnacionales para obtener el ajusticiamiento del senador Jorge Lavandero cuando se trató de defender el interés nacional y detener el pillaje de los recursos naturales. Camuflar en un solo paquete la política con procesos judiciales es la especialidad de la Derecha.

La Derecha siempre buscó complicidades. Nunca actuó a rostro descubierto. Es la forma de operar de los propietarios de la riqueza mal habida. En defensa de sus intereses la Derecha es capaz de los peores crímenes. Cómo no recordar el acto de traición a la patria de Agustín Edwards, propietario de El Mercurio y Vicepresidente de la Pepsi-Cola, cuando Kissinger en su libro autobiográfico (White House Years, Little, Brown and Company, 1979, ps. 653-683) relata el lobby de Agustín Edwards que reclama de Nixon la intervención armada americana para derrocar el gobierno de la Unidad Popular.

Este defensor de la democracia –Edwards– sabe que la llegada al poder de Salvador Allende es un hecho político que en su entender es preciso parar a como dé lugar. Por eso debe ser tratado al margen de las mismas leyes que se dice respetar: manu militari. Drásticamente, eliminando toda posibilidad de secuelas molestas. Es la tarea que finalmente cumple Pinochet.

Lo del pueblo mapuche es parte de este radicalismo con que las oligarquías del siglo XIX y XX, dueñas del poder en el período republicano, entendieron el “problema mapuche”. Es la verdad histórica que escribe José Bengoa en su “Historia del pueblo mapuche” donde relata cómo fueron despojados de sus tierras, encarcelados, asesinados, eliminados en una política de exterminio presidida por el Estado de Chile.

En el siglo XXI sólo han cambiado las formas y el escenario. La política es la misma. El medio relevante son los tribunales de justicia. El exterminio continúa. Esta vez el mecanismo, es la ley antiterrorista de la época de Pinochet (1984), inaugurando en democracia su aplicación por Lagos Escobar, cuando a través, del Ministerio Publico se querella en contra de varios comuneros mapuche y exige a los Tribunales de Justicia la aplicación de la Ley Antiterrorista.

Mediante la trama judicial, el gobierno de turno –Alianza y/o Concertación– esconde su responsabilidad política. Para los comuneros mapuches de Angol, aún en huelga de hambre, la cuestión es clara: la negociación de la huelga tiene carácter político, NO judicial pues lo judicial es parte de un proceso por delitos comunes tipificados en el Código Penal y que va por cuerda aparte y que nadie cuestiona. En el presente estado de cosas, lo político involucra, junto al Ejecutivo, otra institución del Estado, y de la cual el gobierno de turno se ha servido permanentemente, a saber la Fiscalía, la cual hoy, no puede erigirse (al menos argumentalmente) como un supra poder, por sobre el Ejecutivo, el Legislativo y el Poder Judicial. Desde la época de los Parlamentos, el pueblo mapuche consideró sus reivindicaciones como parte de un proceso político que históricamente el Estado de Chile ignoró, ocultando sus responsabilidades en instancias judiciales que poco o nada podían resolver.

Ocultar intenciones y objetivos políticos a través de los tribunales es vivir una contradicción permanente. Negarse el Estado de Chile a través del gobierno de turno a asumir la significación política de sus actos, es negar la historia y la posibilidad de otorgar fundamento democrático a las instituciones de una nueva República. Reconozcámoslo, no se puede vivir en un engaño permanente.

Santiago, 5 de octubre de 2010

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