Más allá de que la normalización de las clases en el sistema escolar tuvo muy poco de normal -tras el terremoto- y de que no son pocas las escuelas en que los objetivos y metas trazadas estarán lejos de cumplirse este año, es necesario poner el tema de la educación en perspectiva -especialmente el de la educación pública- dado que las dificultades en el proceso de mejoramiento que se ha venido impulsando en el último tiempo son previas y de naturaleza muy distinta a la catástrofe. El efecto post-terremoto, que por momentos lo explicaba todo, comienza a disiparse, dejando traslucir la trama de las intencionalidades, tensiones y obstáculos que se insinúan como herencia de las políticas educativas diseñadas en los últimos años de la Concertación y como antesala de las orientaciones que pretende impulsar el nuevo gobierno en esta materia.
Hoy ya es posible afirmar que la administración saliente recorrió un camino de reformas episódico y fragmentario, sin una mirada integral y de largo plazo sobre la trayectoria de cambios impulsada en educación. Fue agregando componentes y propuestas a medida que iba descubriendo falencias o que comprobaba la insuficiencia de las ya implementadas; no obstante cada nuevo anuncio en particular se ofrecía con estruendo como la tabla de salvación de un sistema globalmente en crisis, pero que luego demostraba su ineficacia, quedando reducido a una mínima expresión o batiéndose en silenciosa retirada, sin la más mínima evaluación pública y sin los resultados esperados. El problema que no se quería reconocer, es que dicho camino cruzó senderos que ya estaban demarcados previamente con reglas del juego que formaban parte de los acuerdos de transición y que abrían las compuertas del mercado a la educación, posibilitando su transformación en un espacio para la generación de nuevos negocios, sin ninguna regulación y con independencia de los fines públicos. Hoy moros y cristianos se quejan amargamente por lo que está ocurriendo con brutal evidencia; pero ya es tiempo de perder la ingenuidad, la coalición de gobierno no puede llamarse a sorpresa respecto de un modelo de desarrollo que ella misma creó y defendió, con una creencia religiosa en el mercado, la “libre iniciativa individual” y la competencia como modelo de progreso; pues aquí está su resultado. La Concertación, por su parte, no tiene derecho a reclamo dado que impulsó cambios en un escenario que aceptó con facilidad, que defendió casi tan fanáticamente como sus adversarios electorales y que –como en tantos otros temas- jamás sometió a deliberación ciudadana; de hecho posibilitó con recursos del Estado la expansión del lucro sin regulación de la calidad, provocando la disminución estructural de la matrícula pública. Las políticas e iniciativas legales de última generación que introdujo, son un esfuerzo de última hora (forzado además por la movilización estudiantil) por intentar regular un mercado que a estas alturas es imposible corregir con medidas que mantengan las fallas de origen, cuestión que tiene a la educación pública en estado terminal.
Fallas de origen: calidad de la educación y estandarización
En el discurso público educativo se ha instalado como idea rectora y como propósito final el concepto de calidad de la educación sin que exista la más mínima reflexión ni deliberación respecto de qué es lo que se entiende por aquello. Se asume de un modo inmanente que dicha finalidad estaría asociada a un conjunto de resultados aprendizaje en un cierto número de asignaturas escolares, medidos estandarizadamente por el SIMCE. Esto supone, por una parte, que el trabajo de decenas de miles de docentes, en las restantes asignaturas, con un alto volumen de horas y costos de inversión financiera, infraestructura, preparación de profesionales e impacto en diversas áreas de formación de nuestros estudiantes, carece de valor educativo y posee cero relevancia en la construcción del juicio evaluativo sobre la calidad de lo que se hace en las escuelas. También supone que en aquello que hace el Estado, movilizando un enorme dispositivo institucional, financiero y humano, se niega la importancia que tiene la formación de personas, en otros ámbitos de conocimiento, cuya menor relevancia es altamente discutible, y en otras dimensiones de la formación escolar, asociada a la construcción de la persona y la configuración de las condiciones que le permiten insertarse en las más amplias relaciones sociales de que forma parte.
Por ello, en la definición del concepto de calidad educativa, hay que prestar atención a los riesgos que se corren cuando se estandariza de esta manera, en una realidad sociocultural marcadamente diferenciada entre unos contextos y otros y cuando se levanta un juicio totalizador respecto de la labor formativa de la escuela, especialmente si la labor se realiza para superar problemas que la propia sociedad genera sistemáticamente, más allá de los muros de esta cuestionada institución.
Es nocivo que se asocie calidad educativa con resultados SIMCE en donde el trabajo docente se realiza en condiciones de precaria disponibilidad de capital cultural formal y en donde el volumen de información que provee el currículum escolar constituye, muchas veces, un obstáculo para el aprendizaje.
Bajo la presión del juicio de calidad (y las penas del infierno), las escuelas terminan restringiendo su proyecto educativo, siendo presa de la lógica de la mecanización y la instrucción para el “rendimiento”.
Propiciar en esos contextos la total cobertura curricular termina, en la práctica, reproduciendo la lógica de transmisión de contenidos; precisamente porque generar en los estudiantes disposición al estudio y lidiar con la transformación de patrones socio-culturales restringidos muy arraigados, requiere de un trabajo con mayor profundidad y curricularmente más amplio que la sola adquisición de contenidos o habilidades en determinados sectores de aprendizaje. Frente a la presión por la llamada “cobertura curricular”, el docente termina respondiendo al estándar en lo formal pero sacrificando las posibilidades de aprendizaje que ese contexto le demanda y distanciándose de una formación más amplia, que abarca áreas y dimensiones que no son consideradas en este tipo de evaluaciones externas.
Desde la racionalidad técnica, la estandarización y sus negativas consecuencias, es promovida no sólo por la evaluación externa de los aprendizajes, sino por un conjunto de nuevos mecanismos que formatean la labor escolar, convirtiendo sus procesos en circuitos formalizados de planificación de la gestión, en torno a metas de aprendizaje que desconocen la realidad y en donde no son considerados los diversos problemas de aprendizaje de los estudiantes, ni sus intereses ni sus arraigados patrones culturales en los que socializan a diario fuera de la escuela, todos factores muy difíciles de superar o integrar transformativamente en el corto plazo.
La Ley SEP viene a reforzar ese conjunto de mecanismos de tecnificación educativa que desconoce la realidad escolar, las dificultades estructurales que impiden el trabajo profesional colaborativo, así como la disponibilidad de tiempos y espacios para la dedicación racional a las labores de diseño de la enseñanza por parte de los docentes. El problema del tiempo es un factor determinante para la posibilidad de modificar la actual situación; es pedagógica y humanamente insostenible que un docente trabaje 30 o 40 horas en aula y que tenga dos para pensar en lo que tiene que hacer diariamente, atendiendo la diversidad y los enormes problemas que arrastran miles de estudiantes, con criterios de calidad, en forma contextualizada y significativa, promoviendo la transversalidad y generando metas de resultado crecientes; mantener esto es irracional, antipedagógico y profesionalmente insustentable. Desde una lógica prescriptivo-no participativa, la nueva legislación desconoce la realidad de múltiples formas, por ejemplo, al no permitir en la implementación de los Planes de Mejora que se supere el 10% por curso de estudiantes con resultados en el nivel inicial, en circunstancias que dicho límite es superado en la mayor parte de los establecimientos por la existencia de niños con diversos problemas de aprendizaje; vale decir, se establece por decreto el umbral de dificultades de una comunidad educativa y se busca responder a un circuito de producción de metas que impacta las formas pero no el fondo de los procesos educativos, además de sacrificar las escuelas como espacios inclusivos.
Las apuestas del nuevo gobierno: Flexibilidad laboral, salario por resultados y colegios de excelencia
La actual coalición de gobierno ha señalado insistentemente que resolver los problemas de la educación pasa por cambiar las reglas del régimen laboral de los docentes, introduciendo condiciones de flexibilidad que permitan, por una parte, a los directores sacar a los “malos profesores” y trabajar sólo con aquellos que respondan a las características exigidas y, por otra, castigar el mal desempeño, premiando aquel que sea considerado de excelencia. Este planteamiento tiene un par de problemas: Primero, sabemos que el estatuto docente se aplica sólo a los profesores del sistema municipal, objeto de las principales críticas, pero nada se dice respecto de sector particular subvencionado (que hoy tiene la mayor parte de la matrícula escolar), en donde existen las condiciones de flexibilidad que tanto se anhelan para el sector municipal y sin embargo no se generan significativamente mejores resultados, más bien la situación es altamente deficiente en la mayoría de los casos, prestándose incluso dicha situación para que se produzca una alta rotación docente, lesionando la continuidad en el desarrollo de los proyectos educativos e introduciendo prácticas abusivas y antisindicales de parte de los sostenedores, a partir de lo cual lo único que finalmente queda garantizado es la operación de mercado con los correspondientes beneficios económicos asociados. En suma, no hay base empírica para demostrar que la flexibilidad, sea un factor determinante para provocar el mejoramiento esperado. Segundo, la lógica del salario por desempeño (entendido este como resultados de aprendizaje medidos vía SIMCE), al no considerar las condiciones de inicio y las características socioculturales de los estudiantes, promoverá un concepto de calidad docente y una condición profesional que se manifestará como profecía autocumplida de la segmentación social y de los mecanismos de selección de los colegios, provocando una situación de injusticia al reconocimiento simbólico y material de miles de docentes que realizan un trabajo profesional de gran valor formativo en condiciones de alta precariedad y en donde los resultados no pueden ser homologables con otros contextos o sólo pueden obtenerse en el largo plazo, no asociables por tanto al trabajo individual de un profesor en un período breve de tiempo. Por otra parte, la “solución” de los colegios de excelencia, que no impactará más allá del 4% de la población escolar, con su lógica selectiva y estigmatizadora introducirá una especie de darwinismo social que profundizará las desigualdades socioeducativas ya existentes.
Junto a estos y otros innumerables factores, no es posible entender lo que sucede en el sistema educativo -y particularmente en el municipal- sin considerar la a ratos escandalosa falta de competencias técnicas de parte de muchas direcciones de educación y de los equipos técnico-directivos de las escuelas, carencia que en muchas ocasiones se explica exclusivamente por razones de orden político. Es frecuente escuchar quejas en las comunidades respecto del desconocimiento del tema educativo por parte de estos actores, de la ausencia de criterio para tomar decisiones, de su atávico autoritarismo, de su burocratismo carente de sentido, etc. En tiempos en que todo se arregla con el facilismo de culpar de todo a los profesores, resulta pertinente considerar el alto nivel de incidencia que tiene el rol de los mandos medios en la deriva del sistema. ¿Quién rige sus procedimientos y quién los evalúa? ¿Quién certifica sus capacidades y quién interviene para evitar las decisiones arbitrarias, los malos manejos y la falta de pertinencia de sus desempeños? La relevancia de este tema tiene que ver no sólo con la insuficiencia de orientaciones y de regulación de los procesos a este nivel, sino con las frustraciones que esto produce cotidianamente en las comunidades educativas y con el deterioro del clima laboral, lo que redunda en el decaimiento de las necesarias voluntades para sostener colectivamente un proyecto educativo.
En suma, la conjunción entre la racionalidad técnica (que impera desde hace bastante tiempo en la dirección global del sistema educativo) y las reglas de juego mercantiles (inauguradas y mantenidas por más de tres décadas) hasta ahora no han promovido la tan anhelada calidad de la educación, más bien han profundizado su deterioro y nada indica que estas dos coordenadas políticas e ideológicas vayan a desaparecer como parte del sustento medular de las decisiones en educación, a menos que aumente la asociatividad de las comunidades, su empoderamiento profesional y sociopolítico (no sólo gremial-corporativo) y su capacidad de propuesta político-pedagógica (no sólo económica). De no ser así, el efecto post-terremoto pasará pronto, pero las fallas estructurales se mantendrán.
Miguel Caro es profesor y director de Educación de Universidad ARCIS.
0 comentarios