A Mónica la decapitaron a patadas
por Amado de Mérici (Chile) | |
martes, 26 de agosto de 2008 | |
Mónica Benaroyo es el nombre de la joven cuyos restos fueron encontrados en un terreno del ejército de Arica, en Pampa Chaca, en julio de 2008. Aunque parezca sorprendente, aparentemente nadie sabía ni de su existencia ni de su muerte. Nunca apareció en las listas oficiales de desaparecidos durante la dictadura. Simplemente alguien un buen día encontró sus restos momificados en el desierto. Sin cabeza. Todavía guardaba el cadáver una cajetilla de cigarrillos Hilton entre sus ropas. Y un billete de la moneda escudo. Todo lo que sabía entonces era que había muerto en la década de los setenta. Sin embargo, la policía reconstruyó rápidamente su historia. Su identidad la trazó la Policía de Investigaciones hidratando su piel para extraer sus huellas digitales (en La Nación). Se llamaba Mónica Cristina Benaroyo Pencu. Había nacido en Rumania, y era uruguaya. Estudió filosofía, dominaba varios idiomas y se ganaba la vida como traductora. Tras vivir un tiempo en Buenos Aires, se trasladó a Arica, en Chile, donde había encontrado empleo en la alcaldía. Para agosto, Investigaciones había localizado a su hermana Fernanda, en Estados Unidos, a la que se le extrajo una muestra de sangre para comparar su ADN con el de Mónica (La Estrella de Arica). Pese a que este análisis aún no se lleva a cabo, pocas dudas caben sobre la identidad del cuerpo, ya que sus huellas dactilares corresponden con los archivos del Registro Civil de Santiago, donde Mónica estaba inscrita como extranjera residente. El prefecto de Investigaciones José Cabión, en uno de los telediarios de TVN del 4 de agosto, dijo que la traductora era miembro del Partido Comunista del Uruguay y que había sido expulsada del país -mediante decreto- aparentemente en septiembre de 1973, la fecha en que desapareció. De momento, nada más se sabe de ella. Sus antiguos amigos y compañeros guardan silencio. O quizá no la recuerdan. Mónica Benaroyo fue vista con vida por última vez el 11 de septiembre de 1973. Fue detenida por militares y trasladada a un recinto militar. La historia oficial del régimen pinochetista pretendía que Mónica había sido expulsada y por tanto nada podrían saber sobre su destino ulterior. Pero la orden de expulsión evidentemente se fraguó para ocultar la espantosa muerte a que fue sometida. Pese a que inicialmente se especuló que el cadáver de Mónica había sido mutilado por animales, aparentemente las evidencias indican otra cosa. Según el columnista Eduardo Contreras, “la compañera fue enterrada viva en la arena cerca del mar dejando afuera su cabeza, la que los uniformados patearon hasta decapitarla” (En El Siglo). La espeluznante cobardía y crueldad del militar pinochetista es, hoy, conocida por todos y por doquier. También conocemos otros casos de increíble y demoníaca impiedad. El general Manuel Contreras extraía los empastes y dientes de oro de los asesinados para vender luego las piezas en el mercado. El mismo general se entretenía sacando los ojos de algunos de los prisioneros a los que posteriormente haría desaparecer. Otros introducían ratas en las vaginas de las detenidas. Otros torturaban a hijos de detenidos. Algunos oficiales obligaron a detenidos a matarse entre ellos, como hicieron más tarde los serbios en su campaña de exterminio de la población musulmana. Conocemos otros numerosos casos de la demoniaca crueldad de la mente fascista. Siempre ha intrigado la violencia y crueldad de los fascistas y otros elementos de extrema derecha. Y para su comprensión es de interés estudiar esos tipos de violencia. Interesan esos detalles, porque abren la puerta a una suerte de investigación y reflexión que nos llevan fuera de este mundo. El ser humano puede ser violento, y a menudo lo es. Y puede incluso ser irracional. Pero la violencia fascista rebasa las teorías existentes. Normalmente hablando, la violencia entre los hombres tiene un propósito. Con la violencia se busca un fin relativamente comprensible. La violencia nazi buscaba el exterminio de un pueblo. Pero debía ejecutarse mediante la opresión, humillación y reducción de sus miembros a la calidad de cosa. Estando en vida, y hasta su muerte, debían ser tratados como cosas. Al primitivo pueblo germano de la época le había dado por creerse superior al resto de la humanidad y se negaba a compartir el espacio con otras razas. Un razonamiento similar, pero con otros fines, guiaba la increíble crueldad del régimen comunista de Camboya, para cuando los Khmer Rouge habían transformado el país en un inmenso y tenebroso campo de concentración y exterminio. Al final, esos dos regímenes se nutrían de sangre y muerte y sus dos enemigos iniciales -judíos en un caso y contrarrevolucionarios y ricos en el otro- no eran suficientes. El listado de los indeseables se fue extendiendo poco a poco. A los gitanos. A otras razas extranjeras. A deformes. A enfermos mentales. A homosexuales. A taxistas. A profesores de escuela. A secretarias. A arquitectos. A médicos. La mente fascista, se exprese en ideologías de derecha o de izquierda, es una mente desenfrenada, bárbara, enferma de poder, arbitraria. Y sobre todo estúpida e insulsa. Es banal como el Mal y, como el fascismo español, odia la inteligencia. Reflexionando sobre qué caracteriza la violencia de la extrema derecha, leí las confesiones de un cabecilla de las milicias paramilitares colombianas, descritas en un reportaje que encontré en piensaChile y que fueron también publicadas en El Espectador de Bogotá. Hebert Veloza confesó haber asesinado, entre 1994 y 2003, a unas tres mil personas. El que era conocido como HH “reconoció que murieron más inocentes que culpables”, agregando que “así es la guerra”. Reconoció que recurría a decapitar y mutilar los cuerpos de las víctimas para aterrorizar a los campesinos. “Cuando llegamos a Urabá”, dice, “decapitamos a mucha gente, era una estrategia para promover el terror, para que tuvieran más miedo de nosotros que de la guerrilla". En un reportaje publicado en Los Angeles Times sobre los equipos de exhumación que recorren Colombia para localizar fosas comunes e identificar a las víctimas de lo que algunos llaman guerra civil, los antropólogos físicos confirman que era una práctica común que los verdugos paramilitares mutilaran y decapitaran a sus víctimas, destruyendo los documentos que pudieran identificarlos (Los Angeles Times). Pareciera que el propósito principal de esos soldados mercenarios (no hay que olvidar que a diferencia de los combatientes de izquierda, los paramilitares son simplemente asesinos a sueldo, a los que se paga por sus crímenes) es infundir terror, exhibiendo y haciendo gala de su amplio repertorio de torturas y violencias. Por esta razón, cuando llegan a alguna región, empiezan torturando y matando indiscriminadamente, sin distinguir ni perdonar a nadie, hombres, mujeres y niños, ni a partidarios o enemigos. En esta violencia los enemigos son simplemente los otros. No interesa indagar si la gente que va a ser asesinada participa o no de tal o cual ideología. Para el asesino de extrema derecha es indiferente. Quiere que la gente le tenga terror, eso es todo. Arranca a niños de los vientres de sus madres y cuelga sus cadáveres en las ramas de los árboles para indicar que ha llegado y que todo aquel que no se someta a su autoridad -arbitraria e irracional- correrá igual o peor destino. Los paramilitares, según confiesa Veloza, dejaban los cadáveres para que fueran vistos por los sobrevivientes. “En Urabá, cuando comenzamos, dejábamos los cuerpos en el mismo lugar donde las personas eran muertas", dice. Pero luego las autoridades políticas -que hoy niegan, como el presidente Uribe, sus vínculos con la extrema derecha- les obligaron a hacer desaparecer a las víctimas y encubrir los crímenes. En muchos de los casos de violencia en Chile durante la tiranía pinochetista no se advierte el propósito ni de las torturas ni del espantoso fin reservado a algunas personas. En los primeros días del golpe aparecieron las calles de Santiago, por ejemplo, sembradas de cadáveres -no de opositores ni combatientes, sino simplemente de lustrabotas. Esa gente fue asesinada sólo para infundir terror. Nadie les preguntó si eran allendistas o si preferían a los militares. Otros muchos fueron atrapados por la infernal máquina del crimen que fue la dictadura. Murieron muchos inocentes, pero no por error, sino por voluntad de las hienas de mayor rango. Pero asesinatos como el de Mónica Benaroyo, o el de las víctimas a las que Manuel Contreras extrajo sus dientes de oro, son aparentemente ininterpretables. justificables. Sus cadáveres serían hechos desaparecer. Nadie vería nunca ni su cuerpo enterrado en un hoyo en el desierto ni las bocas de los muertos arrojados al mar. No se les dio ese fin tan horrendo para infundir terror ni para escarmiento. Simplemente se les mató así por placer y por odio. Sin causa aparente, sin motivo, sin propósito. Como mataba el general Joshua Milton Blahyi, el militar liberiano que tenía pacto con el demonio y se alimentaba de corazones humanos. Y también como mata el militar colombiano de hoy, que se da el trabajo de vestir a sus víctimas inocentes con el uniforme de las tropas revolucionarias. Para los pensadores católicos, este tipo de indagaciones son imprescindibles a la hora de determinar la naturaleza de la violencia. Y por lo general se ha concluido que la violencia sin propósito, la violencia que sólo es odio o se ejerce por placer delata la presencia del inframundo, como en los siglos dieciséis y diecisiete las prácticas religiosas que incluían la tortura y el canibalismo delataban igualmente la presencia del Mal en la Tierra. Se pregunta Eduardo Contreras si acaso es posible que haya reconciliación “con estos salvajes”. La pregunta es retórica. La lucha contra el Mal no admite claudicación y la lucha por la libertad y la vida se inscribe en el permanente combate entre el Bien y el Mal. Estoy pues de acuerdo con el columnista de El Siglo. Según veo yo las cosas, la reconciliación con esos criminales y la gente que los azuzó no es ni posible ni deseable. [mérici] |
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