Los santos inocentes
por Artemio Lupín
Estoy molesto, incómodo, casi diría indignado, si no fuera porque la indignación parece ser un sentimiento que no cuadra o está fuera de lugar en el mundo posmoderno. Como todo ‘’ocurre’’ o es mediado a través de la fría pantalla de la tele, pensamos que lo que vemos en las desgarradoras noticias que llegan desde el Líbano no acontece, en realidad, en nuestro propio universo sino en un universo paralelo. Un ámbito aséptico donde se mezcla en forma cotidiana la realidad y la ficción, dando como resultado una mescolanza anestésica que permite que sigamos viviendo como si nada estuviera pasando.
Mi estado de consternación lleva ya poco más de una semana, el mismo lapso por el cual se prolonga, sin ninguna perspectiva de solución, la nueva crisis del Medio Oriente, cuyo origen, por si alguien no lo recuerda, fue el secuestro de unos soldados israelíes por parte de Hizbulá, la milicia chiíta que posee gran fuerza en el castigado país que lleva un árbol de cedro en su bandera. Y se agrava por etapas. Como cuando vi en la portada de La Nación la foto de un bebé al que extraían desde los escombros de un edificio bombardeado por la aviación israelí, en Beirut o no sé dónde, cubierto de polvo y con un chupete todavía colgando de su cuello. O como cuando supe que el ataque contra una sola torre de departamentos había dejado un saldo de más de 50 muertos, todos civiles, y muchos de ellos niños.
Ocurre que cuando le comenté esto a un entusiasta defensor de la causa hebrea el sólo me comentó por teléfono que aún no se había descubierto la forma de bombardear bunkers o refugios subterráneos de terroristas, construidos bajo edificios residenciales, sin causar “daños colaterales”. Sospecho que me subió de inmediato la presión arterial y la bilirrubina y todos los fluidos y humores que circulan por el interior de mi cuerpo, porque nadie ha podido demostrar, hasta el momento, que esos refugios “a la vietnamita” existan de verdad en los lugares donde se bombardeó a civiles. Y ni aun así, me parece, esto estaría justificado.
Para colmo, hace sólo un par de días atrás, vi un documental en Film and Arts sobre la masacre de Guernica, inmortalizada por el famoso cuadro de Picasso, donde la Legión Cóndor, formado por los pilotos voluntarios que le prestó Hitler a Franco, probó por primera vez el método de un bombardeo masivo para dejar tierra arrasada. En el documental aparecían unas señoras vascas, ya entradas en años, que recordaban cómo esa muestra de brutalidad organizada había irrumpido en su infancia, dejando una huella de horror imborrable. Y no pude evitar hacer un link entre ambas cosas: El Líbano y el País Vasco.
Y pensé: Qué lástima que un pueblo como el pueblo judío, que sabe tanto y en carne propia de persecuciones y de pogromos, se haya degradado hasta el punto de hacerle hoy a sus pretendidos enemigos lo que otros le hicieron ellos en el pasado. Aunque, claro, no voy a incurrir en la obscenidad de comparar las cámaras de gas con los efectos de un misil teleguiado lanzado desde un F-16, pese a que el resultado, desde el punto de vista de las víctimas, no deja de ser el mismo: carne chamuscada o reducida a cenizas, dolor y llanto inconmensurable.
Reproduzco a continuación, sin comentario ni adjetivo alguno de mi parte, el contenido de un cable noticioso de estos días en los que uno siente vergüenza de ser un ser humano y como tal semejante de los autores de estos despropósitos:
“Desde el inicio de los bombardeos israelíes contra Líbano, el pasado 12 de julio, se han recuperado los cadáveres de 828 personas, el 35 por ciento de ellas niños de menos de doce años de edad, informó el gobierno libanés. Sólo en la jornada del lunes se recuperaron los cuerpos sin vida de 50 personas en las localidades de Srifa, y Bent Jbeil, en el sur del país, y en la carretera que llega a Tiro. A estos datos habría que añadir la existencia de al menos otros doscientos cuerpos que se encuentran atrapados bajo los escombros de edificios derrumbados en diferentes zonas, según cifras del ministerio de Sanidad libanés”.
A continuación, cito otra noticia, que crispa los nervios y hiela la sangre:
“Alrededor de un tercio de las 620 víctimas mortales hasta ahora registradas en el Líbano son niños o menores de edad, informó el director de programas de emergencia de Unicef, Dan Toole. De acuerdo con sus cifras, en los combates de los últimos días habrían muerto ya al menos 200 niños o jóvenes, mientras que un tercio de los 3.200 heridos serían asimismo menores. Según Unicef, en los bombardeos de uno y otro bando han muerto más niños que soldados o miembros de la milicia Hizbulá”.
¿Qué más decir frente a esto que no sea una redundancia o un pleonasmo? ¿Qué se puede agregar frente a un mundo que contempla con indiferencia esta tragedia, o sólo se preocupa de los extranjeros que huyen bajo protección diplomática o de los ‘cascos azules’ de la ONU, bombardeados “por error” (sic)? ¿Qué decir del señor Annan, o de la señora Rice, o del señor Olmert, o del señor Nasrallah?
Mejor hagamos un piadoso silencio.
Que conste, por otra parte, que no soy un integrista islámico ni nada que se le parezca. Bebo regularmente vino con una devoción incompatible con la fe de cualquier seguidor del Islam. Y no desprecio ningún bocado, incluyendo la carne de cerdo que repugna a cualquier seguidor de la Torah o el Corán. Pero, ¡por favor!, no disfracemos a la maldad humana intrínseca y congénita o a la incapacidad de hacernos entender y dirimir nuestras diferencias por medios pacíficos o racionales de lucha religiosa o “choque de civilizaciones”, como pregona Samuel Huntington.
Sólo podría agregar que la guerra, un pasatiempo de por sí cruel y alevoso, con el correr del tiempo ha ido perdiendo esas fiorituras que alguna vez la adornaron, como el honor y esas cosas.
Ryszard Kapuscinsky, veterano corresponsal de guerra, lo dijo con todas sus letras: “En las guerras tradicionales la primera víctima era el soldado mientras que en las guerras modernas, los soldados evitan encontrarse porque actúan contra la sociedad civil. Durante la I Guerra Mundial por cada 8 soldados caía un civil; hoy día, por cada soldado muerto son asesinados 8 civiles, la mayor parte de ellos mujeres y niños, pues los hombres se van a la guerra, donde siempre hay algo que comer y donde son mayores las posibilidades de conservar la vida".
En fin. Que los civiles sean las principales víctimas de los conflictos modernos ya es algo vergonzoso. Pero que dentro de los civiles ahora las principales bajas sean los niños, ya es algo francamente impresentable. Una señal de que el mundo vive un momento de demencia del que espero nos podamos recuperar (tengo mis dudas) sin demasiadas cicatrices en el alma.
Lo digo y lo reitero, para que no queden dudas: para mí es tan terrorista el que sube con un cinturón con dinamita a un autobús como el que arroja sus bombas desde las alturas, y después vuelve a casa con la conciencia tranquila del que no ve los desastres que causa sino a través del noticiero de las nueve. Y la Humanidad toda es responsable, partiendo por los países que mayor capacidad de influencia tienen en el tablero de ajedrez global, de no hacer nada para amarrar las manos de los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Nunca voy a compartir la aberrante teoría clásica de la contrainsurgencia, de que no importa matar a nueve inocentes si logras acabar con un terrorista. Esa teoría de la acción preventiva sin contemplaciones fue la misma que, según nos enseña el Nuevo Testamento, aplicó el rey Herodes de Galilea para impedir el nacimiento del nuevo rey de judíos. Teoría que, como se sabe, no le sirvió ni para retardar su inevitable fin ni para clavar la rueda de la historia. Y en la práctica sólo contribuye a alimentar ese otro gesto prototípico de la Biblia: el del "ojo por ojo y diente por diente"...
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