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T r i b u n a c h i l e n a

Amnistía: Hora clave para Chile

escrito por Patricia Verdugo   
domingo, 22 de octubre de 2006
La esperanza disfraza la verdad. Y de esperanza en esperanza nos podemos pasar la vida haciéndonos los tontos. Está bien ser optimista –asunto genético por lo demás- pero “abrigarse” con falsas esperanzas resulta finalmente desalentador. Pusimos la esperanza en una pequeña frase del programa de la Concertación que, en 1989, aseguraba que de salir elegido Patricio Aylwin se derogaba o anulaba la amnistía.


Ni siquiera reparamos en que esa duda –derogar o anular- encerraba la mentira. Porque lo cierto es que los políticos que negociaron la transición con la dictadura tuvieron más que claro que era una promesa para ser incumplida. Que la “justicia en la medida de lo posible” –frase de Aylwin- no incluía siquiera discutir el decreto-ley de amnistía dictado por Pinochet para encubrir sus crímenes.
 
Nos dijeron los parlamentarios de la Concertación –durante los gobiernos de Aylwin y de Frei- que no presentaban un proyecto de ley porque iban perdidos. No tenían mayoría en el Senado por causa de los senadores designados por Pinochet. Era cierto. Pedimos que el proyecto se aprobara en la Cámara de Diputados –donde sí han tenido mayoría- y se obligara así al pinochetismo a enfrentar el tema de cara al pueblo en el Senado. Los parlamentarios respondían que no tenía sentido hacer actos “testimoniales” condenados al fracaso. Y se olía en la atmósfera que el tema alteraba sus amables “consensos” de la transición.

La verdad  “dura” es que Pinochet seguía siendo el comandante en jefe del Ejército, que retuvo una muy alta cuota de poder hasta marzo de 1998 y que negociaba con la pistola sobre la mesa. Dos veces amenazó con golpe de Estado. Y nuestros políticos palidecieron de miedo. Hasta Frei se vio obligado por “razones de Estado” a retirar la acusación del Consejo de Defensa del Estado cuando pillamos in fraganti a  Pinochet con sus “pinocheques” millonarios.

Firmaba el padre en favor del hijo por la compra de armas. Olvidar el episodio fue la orden de la transición consensuada. Y eso es lo de menos. En una democracia, el comandante en jefe no habría podido reírse de nuestros muertos –aparecidos en el Patio 29 del cementerio- diciendo que resultó muy “económico” enterrar clandestinamente de a tres o cuatro por tumba. En una democracia eso le cuesta el puesto en dos segundos. Pero hasta el general director de Carabineros se dio el lujo de desafiar al presidente Frei, negándose a abandonar su puesto cuando un juez lo acusó como cómplice encubridor de un bárbaro crimen, el degollamiento de tres comunistas.

Y la verdad “dura” es que la transición chilena necesitaba que todos sonrieran, olvidaran el pasado y bailaran felices el vals del consenso. Clima apropiado para que Pinochet se sacara el uniforme y se vistiera con las galas de senador vitalicio. Días antes, el ministro de Defensa le colgó una medalla, agradeciéndole su acción a favor de la democracia (¡!) y el ejército lo designó “padre benemérito de la patria”. Si no es por obra y gracia de la justicia española, habríamos tenido a Pinochet dictando cátedra democrática en el Senado hasta marzo del 2006. O, peor aún, hasta ahora. Porque si él hubiese estado entre los senadores vitalicios, quizás la derecha no se pliega a terminar con los designados y vitalicios en la Cámara Alta. ¡Qué afrenta para el “tata”!

Uno de los episodios más dolorosos del pacto Concertación-Pinochet ocurrió a fines de marzo de 2000. Acababa de regresar Pinochet de su arresto en Londres. Los parlamentarios se reunieron de emergencia- un día sábado-  y aprobaron una ley que protegía con fuero y “dieta” a los ex Presidentes de la República. Adujeron, en privado, que Aylwin necesitaba un sueldo de por vida. Todos sabíamos que el objetivo era Pinochet. Los estrategas de la impunidad hicieron sus cálculos. Chile se había comprometido ante el mundo a juzgar a Pinochet. Las pruebas, en el caso Caravana de la Muerte, eran de tal peso, que el ex dictador no tenía salida. Sería desaforado, sometido a juicio y condenado. La solución estuvo en aferrarse a la razón londinense para liberarlo: “por compasión” dada su frágil salud. Se trasladó a Pinochet al Hospital Militar varias veces y se acentuó el cuadro de máxima emergencia, hasta conseguir la impunidad por la vía de la “demencia sub-cortical”. Entre medio, se simuló un “debido proceso”, para terminar el episodio con Pinochet renunciando al Senado para acogerse al nuevo estatuto de ex presidentes con fuero y dieta extra de por vida. Así ocurrió, con un plus para mitigar el herido orgullo del ex dictador. El día que lo declararon demente, lo fue a visitar el presidente del Senado –Andrés Zaldívar- y a la salida comunicó al país que había tenido una conversación lucida con Pinochet. Fue como echar jugo de limón sobre nuestra herida abierta… peor que el episodio en que se levantó muy orondo de su silla de ruedas en la pista del aeropuerto.

Y todo habría seguido así, realismo trágico de Chile, si no fuera por el Senado de Estados Unidos. Los congresistas descubrieron las cuentas secretas de Pinochet y emitieron un sólido informe en julio de 2004. Al asesino se sumó el corrupto con riqueza malhabida. Y el “demente” tuvo que dejar de fingir porque se comprobaba su hábil cordura para traspasar millones de dólares de un banco a otro y abrir nuevas cuentas con nombres falsos, utilizando a toda su familia. Inolvidable ese día en que emitió una declaración pública en 2005: “Asumo toda la responsabilidad por los hechos que investiga el ministro señor Muñoz y niego toda participación que en ellos pueda corresponder a  mi cónyuge, mis hijos y mis colaboradores más próximos” y “si a alguien quieren encarcelar, enjuiciando a una parte de la historia de Chile, que sea a mí y no a personas inocentes”.

Más claro, echarle agua. Estaba cuerdo. Y las cortes comenzaron a aprobar los nuevos desafueros y los jueces, a realizar los interrogatorios o “diligencias indagatorias”. A octubre de 2006, sólo en un caso ha sido sometido a proceso por catorce víctimas de la Operación Colombo. Ningún juez se ha atrevido hasta ahora a dictar acusaciones y menos a condenarlo. Y ningún parlamentario concertacionista enarboló la bandera de “anular o derogar la amnistía”, pese a contar ahora con mayoría en ambas cámaras desde el 11 de marzo de 2006.

Pero la memoria es porfiada y nuestros fantasmas, perseverantes. Ahora fue un profesor de Rancagua, comunista, asesinado por carabineros en 1973, quien se encargó de abrirnos otra puerta. El caso de Luis Almonacid fue sancionado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos –el pasado 13 de octubre- con un fallo que sostiene que su caso “no puede amnistiarse conforme a las reglas básicas del derecho internacional, porque es un crimen de lesa humanidad”. Y la presidenta Michelle Bachelet se comprometió a acatar el fallo. Lo hizo al visitar Villa Grimaldi, el mismo lugar donde fue torturada junto con su madre. Y se ha desatado un invisible vendaval político que bate puertas y ventanas en La Moneda, en las fuerzas armadas, en los partidos de la derecha pinochetista y entre los poderosos empresarios.

¿Habrá otro conejo en el sombrero para salvar el decreto-ley con que Pinochet se perdonó a sí mismo? ¿Qué harán esta vez los políticos del consenso? Los defensores de derechos humanos nos declaramos en estado de alerta máxima. Y debiéramos instalar frente al Palacio de los Tribunales un gran lienzo con la frase del libertador Simón Bolivar: “La corrupción de los pueblos nace de la indulgencia de los tribunales y de la impunidad de los delitos. Sin fuerza no hay virtud. Y sin virtud perece la República’”.
 
   

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