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El proceso de paz en Colombia

El proceso de paz en Colombia
Juan Diego García,  ARGENPRESS.info

Las recientes declaraciones de gobierno y guerrilla favorables a un proceso de negociación del conflicto armado han propiciado reacciones muy diversas que van del entusiasmo más desbordante al pesimismo más agudo. Sin embargo no existen aún elementos de juicio suficientes que permitan aventurar qué tan sólidas son esta vez las perspectivas de la paz, ya que no es la primera vez que se intenta resolver políticamente la confrontación armada con resultados decepcionantes. Aún así, ciertas consideraciones permiten ahora abrigar un prudente optimismo.

Para comenzar, una apuesta por la negociación se justificaría precisamente por el fracaso de la solución militar. La guerrilla luego de un repliegue táctico condiderable, en armonía con la dimensión de la ofensiva en su contra, mantiene en lo fundamental su capacidad de combate, controla hasta un tercio del territorio nacional y tiene un protagonismo político indudable que excede las mismas fronteras del país. De poco han servido los ingentes esfuerzos de un ejército oficial que ronda el medio millón de soldados y cuenta con la más moderna tecnología proporcionada por estadounidenses e israelíes. Tampoco ha sido un acierto involucrar en la guerra a la población civil ni la estrategia de tierra arrasada, desplazamientos masivos de población (para “quitarle el agua al pez”) o la guerra sucia que negada inútilmente por las autoridades ha terminado por deteriorar la imagen del gobierno ante propios y extraños. La solución militar priorizada hasta hoy, llámese seguridad democrática, plan Colombia o plan patriota, supone un enorme despilfarro de recursos con resultados muy modestos pues arrojan un balance negativo: ni se aniquila a la insurgencia, ni se la debilita para conseguir su rendición.
Una consecuencia nada desdeñable de la opción militar por parte del gobierno es el agotamiento o la drástica reducción de los recursos económicos disponibles. De hecho, el país apenas tiene margen para conseguir nuevos fondos para el mantenimiento o la ampliación de las operaciones contrainsurgentes. Aumentar los impuestos provocaría un mayor descontento de las capas medias y obreras (que son en realidad quienes soportan el grueso de la carga impositiva) no menos que el malestar de los sectores dominantes que apoyan al gobierno. Afectar a las multinacionales (que apenas pagan impuestos) no parece un riesgo que Juan Manuel Santos esté dispuesto a asumir. Incierto es igualmente un incremento significativo del compromiso estadounidense con Bogotá. Si la guerra ha vaciado los fondos del Estado y se ha convertido en una carga insostenible para la comunidad, si la guerra es un mal negocio que compromete o imposibilita inversiones impostergables o la financiación de programas sociales urgentes, la conclusión no puede ser sino una: la solución militar no es financiable.
En favor de una solución negociada juega igualmente el interés de varios gobiernos de la región que siempre han dado un tratamiento muy prudente a la cuestión de la insurgencia de tal manera que mantienen la posibilidad de jugar un rol de puente entre gobierno y guerrilla. Prácticamente ninguno de ellos califica a las FARC de “terroristas” o “narcotraficantes” que es otra manera de reconocerle implícitamente la condición de parte beligerante (aunque no se efectúe de manera oficial). No en otro sentido podrían interpretarse los llamados de Chávez, Lula o Correa tanto al gobierno como a la insurgencia para que se decidan por la salida negociada del conflicto. Los procesos de integración regional tienen esta vez unos alcances muy prometedores y en este caso concreto para la Unión de Naciones Suramericanas UNASUR. En juego está una integración que no solo es económica sino política y hasta de seguridad regional y para la cual la solución de la guerra colombiana supondría un elemento de estabilidad muy importante y contribuiría sin ninguna duda a dificultar la expansión militar de los Estados Unidos en la zona, justificada precisamente por la necesidad de combatir a la insurgencia. La estabilidad traería el desarrollo fluído del comercio, el impulso en la construcción de infraestructuras regionales y la profundización de la coordinación política, todas ellas condiciones para que la región alcance un papel destacado y propio en el convulso panorama internacional. Para Colombia el fin del conflicto significaría la normalización y ampliación del intercambio comercial con Venezuela y Ecuador y es sobremanera importante para la construcción de infraestructuras que den salida a Brasil y a Venezuela al océano Pacífico habida cuenta del creciente rol de las economías asiáticas.
Una solución del conflicto permitiría igualmente ocuparse del desafío de la delincuencia común cuyo impacto en la vida cotidiana de la ciudadanía es infinitamente mayor que cualquier otro. En particular las prácticas de “guerra sucia” han minado hasta límites extremos la moral de las fuerzas armadas y de policía, los servicios secretos y las instituciones del Estado. Además, la innegable tolerancia de las elites y del Estado mismo con el narcotráfico, la corrupción pública y privada y el contrabando han deteriorado la moral ciudadana fomentando la perniciosa práctica del “todo vale” que envenena todo el tejido social. Sin combatir a fondo la delincuencia común, la corrupción administrativa (que durante el gobierno de Uribe alcazó cotas inimaginables), las bandas del narcotráfico y del paramilitarismo, se hace imposible una convivencia civilizada y la paz se vuelve papel mojado. El proceso de paz liberaría ingentes recursos y permitiría el combate a fondo contra la delincuencia común.
El fin de la guerra abriría posibilidades para establecer un tipo nuevo de relaciones con los Estados Unidos. Unas relaciones diferentes que disipen el natural recelo de los países vecinos y den por finalizado el rol que Washington ha asignado al país en su estrategia continental convirtiendo a Colombia en una especie de gran base militar al servicio de sus intereses geoestratégicos. Ya no sería de recibo la desprestigiada excusa de “combatir el terrorismo y el narcotráfico” para justificar la presencia en suelo colombiano de militares estadounidenses dotados con equipos de guerra altamente sofisticados, inútiles para combatir guerrillas pero muy adecuados para guerras convencionales contra todo aquel gobierno que se califique como “antinorteamericano”. Solucionado su conflicto interno y sin diferendos substanciales con sus vecinos Colombia podría con mayor facilidad deshacer los compromisos militares que le atan al carro de guerra de Washington y le aislan peligrosamente de su espacio geoestratégico natural. No llevar al Congreso para su aprobación el tratado sobre las siete bases militares y acogerse sencillamente al concepto de la Corte Constitucional que ha declarado nulo el compromiso de Uribe con el Pentágono sería una decisión muy sensata de Juan Manuel Santos.
Apenas caben dudas sobre las ventajas de la solución negociada del conflicto, en franco contraste con los costes y riesgos infinitos que somete al país la actual estrategia de guerra a muerte contra los insurgentes. La destrucción física, el despilfarro de recursos, el deterioro moral y la degradación de la vida cotidiana de una ciudadanía que termina inmunizándose ante la muerte y la crueldad tendrían que ser argumentos suficientes para buscar alternativas a la salida militar. Desde la misma perspectiva habría que considerar la debilidad y el desprestigio de la instituciones y la esterilidad de un Estado cuya presencia se limita cada día más al simple papel de gendarme, de agente de una violencia ciega que beneficia a minorías locales y a intereses extranjeros dedicados al sucio negocio de la guerra y al expolio de gentes y recursos.
Pero, una guerra que afecta de lleno a las mayorías de la población favorece al mismo tiempo intereses minoritarios muy poderosos que ejercitan la violencia para apoderarse de las tierras de los campesinos y de las comunidades indígenas y negras. Son los mismos que destruyen sindicatos y están detras del asesinato sistemático de sus dirigentes, un genocidio que complementa la política laboral salvaje que anula los derechos de los asalariados y facilita formas inhumanas de explotación. Exterminar opositores, acallar la protesta social, perseguir periodistas, silenciar las denuncias sobre violación de derechos humanos, desaparecer y ejecutar a reales o supuestos colaboradores de la guerrilla, todas estas son prácticas que siempre benefician a los mismos: viejos y nuevos terratenientes, grandes empresas nacionales y multinacionales, traficantes de armamento, suministradores de mercenarios y asesinos a sueldo y los sempiternos representantes de las estratos sociales que han alimentado tradicionalmente el fascismo en todas sus formas (pequeños y medianos comerciantes e industriales, una parte del funcionariado, matones y delincuentes y los sectores atrasados políticamente que se utilizan como contingente electoral de la derecha). O sea, en pocas palabras, la clase dominante criolla y sus grupos adheridos que harán lo posible y lo imposible para descarrilar el proceso de paz.
Y, sin la menor duda, de la guerra se benefician los Estados Unidos y sus aliados europeos; los primeros con intereses geoestratégicos evidentes y ambos como grandes inversores en el país.
Para que esta vez el proceso de paz no esté de entrada condenado al fracaso tendría que proponerse un mínimo de objetivos que lo garanticen. El Estado puede esperar por supuesto que en un proceso razonable de tiempo los alzados en armas las depongan y actúen en adelante tan solo dentro de la ley. Al propio tiempo, la insurgencia tendría que recibir garantías suficientes para su paso seguro a la vida civil y a la defensa de sus postulados por vías políticas. La experiencia de la Unión Patriótica (partido legal de la guerrilla en un anterior proceso de paz que se frustró) físicamente exterminada, supone un precedente sumamente negativo que solo el gobierno puede impedir. Para ello es fundamental el combate a fondo del paramilitarismo (que no ha desaparecido en absoluto) y una limpieza radical de las fuerzas armadas y de policía (y principalmente, del DAS, el servicio de espionaje involucrado en todo tipo de conductas criminales).
La insurgencia tendría que dar a la negociación sus reales perspectivas sin esperar que de la misma salgan de forma inmediata todas las reformas a las que aspira; el gobierno a su vez (en realidad la clase dominante del país) tiene que estar dispuesto a hacer concesiones y renunciar a la estrategia de dilatar las conversaciones de paz al infinito para ganar tiempo, elevar su capacidad militar y buscar entonces la aniquilación de los insurrectos (que fué exactamente lo que hizo el gobierno de Pastrana en las conversaciones de El Caguán).
La devolución de las tierras robadas a los campesinos sería una segunda condición a satisfacer aunque resulta obvio que ésta como otras medidas requieren procesos más o menos complejos y largos. En la misma dirección iría la revisión a fondo de las actuales relaciones laborales y el fin de la política de persecución sindical (un 4% de afiliación dice bastante sobre el impacto de la ofensiva patronal y gubernamental contra el movimiento obrero). Detener las operaciones militares por ambas partes, poner fin a toda forma de guerra sucia, devolver las tierras al campesinado y restituir los derechos a los asalariados serían pasos adecuados para dar bases sólidas a un proceso que culmine con la paz.
Pero probablemente el obstáculo mayor para la paz viene del norte, de los Estados Unidos y sus aliados europeos. Habría que “nacionalizar” el conflicto; realizar un ejercicio de recuperación de soberanía con el concurso decisivo de los demás países de Latinoamérica y el Caribe. Las fuerzas oscuras ya han hablado. La bomba reciente en Bogotá es un claro mensaje y un precedente que puede convertir los mensajes de paz en una nueva ocasión perdida si el gobierno no actúa con rotundidad. El llamado de “Colombianas y Colombianos por la Paz” tendría que recibir el apoyo entusiasta de todas las gentes democráticas del mundo. El valor cívico de quienes allí arriesgan a diario su vida merece no solo reconocimiento sino acciones concretas de solidaridad.

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