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T r i b u n a c h i l e n a

DE LOS SENTIDOS, LA SUBJETIVIDAD Y LA CREACIÓN DE VALOR.

De la creación de sentido y la subjetividad.

 

“Una de las características más genuinas de la ilusión es la de tener su punto de partida en deseos humanos, de los cuales se deriva.”  (“El porvenir de una ilusión”, Sigmund Freud)

 

Una viejo tema existencial gira en torno al sentido de la vida al que se puede incorporar, por semejanza, el que se refiere al sentido de la historia. Este último de significación política pues la interpretación de la historia es parte de la lucha simbólica que abarca las ideas, los sentimientos, los intereses y las ilusiones. Y sobre ese entramado se asienta la producción de subjetividades colectivas, terreno en disputa por imponer el imaginario de la sociedad.

Para las personas la ilusión constituye un sostén de su existencia y es un importante motor de las energías psíquicas ligada a sus deseos  (el hombre como sujeto deseante). Y los sentimientos junto a la racionalidad, intervienen en la construcción de sentido. Valga un ejemplo proveniente del arte para ilustrar lo que queremos decir. En la “Dolce Vita”, un hito cinematográfico debido al genio de Fellini, aparece un intelectual en el período de posguerra que,  descreído de todo, decide acabar con su vida y también con la de sus pequeños hijos pues así imagina ahorrarles el negro futuro que le dicta su angustiante pérdida de ilusiones. Y por más que “psicoanalizar” a la sociedad configura una transpolación errónea e impropia, no hay que desestimar el papel que juegan las ilusiones en la praxis política. Sobre todo por su influencia en la potencialidad de los movimientos colectivos.

Conste que no hablamos de ilusión como fantasía. Tampoco del polémico concepto de utopía. Nos referimos a la asociación entre ilusión y deseo como fuente energética que nutre a la actividad humana. Señalemos también que no correspondería hablar de “el sentido” sino de “los sentidos”, ya sea por simultaneidad o por eventuales cambios a lo largo del tiempo. Pero al margen de ese carácter plural, importa el papel que cumple  la construcción de sentido en la lucha política,  mediada por la cultura en la que se desarrolla y el momento histórico que se vive. Por ejemplo, el sentido existencial que promueve el sistema capitalista es la figura del hombre exitoso que exalta la habilidad para ganar dinero y fama.

Ahora bien, la disputa por el poder gira en torno a quién logra la hegemonía en la conducción del conjunto social y en ella se inscribe su capacidad para que prevalezca el o los sentidos de su política. Y una característica perdurable relacionada con el ejercicio de la dominación, es crear el sentimiento de la imposibilidad del cambio, o sea, despojar a los dominados de toda ilusión que cuestione el orden existente. Así, cuando se impone en la sociedad el imaginario de los sectores hegemónicos, éstos alcanzan la llamada “legitimidad” al obtener el “consenso” de los sometidos. Y si no lo consiguen, surge un período de inestabilidad donde los conflictos tienden a resolverse por vía violenta.

El empleo de los términos legitimidad y consenso integran la construcción de sentido que portan ciertas palabras cuando se hallan inscriptas dentro de un discurso de poder. La potencia que encierran las palabras claves es tal que funcionan como modeladoras socio-políticas de las subjetividades individuales y colectivas. Y aquí juegan su rol los medios de comunicación que hoy son la más gravitante fuente de producción de sentido por su masividad e incidencia como “formadores” de opinión pública. Medios que,  fundamentalmente, pertenecen al gran capital.

Recurramos otra vez al rico pensamiento de Freud para situar la problemática que nos interesa: “la cultura humana…muestra… al observador dos distintos aspectos. Por un lado, comprende todo el saber y el poder conquistados por los hombres para llegar a dominar las fuerzas de la Naturaleza y extraer los bienes naturales con que satisfacer las necesidades humanas, y por otro, todas las organizaciones necesarias para regular las relaciones de los hombres entre sí  y muy especialmente la distribución de los bienes naturales alcanzables.” (Ibid., op.cit.)

El párrafo citado delimita dos campos distintos. El relativo a la producción, la ciencia y la tecnología y el que se refiere a las relaciones sociales y políticas. Las características propias de esos campos no suponen su divorcio pero sí le otorgan particularidades que, deliberadamente o no, tienden a ser mezcladas y confundidas.

La fortaleza del sistema capitalista se basa en su potencia económica, tanto en sus logros reales como en su capacidad de trasladar los mismos al lenguaje cultural-político. Luego, su discurso y creación de sentido se afinca en ese terreno y uno de sus principales recursos ha sido y es ocultar, tras las grandes transformaciones científicas y productivas que engendró, su naturaleza explotadora y opresora que sigue depredando a los humanos y al planeta. Fenómeno  vigente a pesar del profundo cuestionamiento que produjeron las grandes revoluciones del siglo XX. Es que éstas portaron semejanzas en la subjetividad que contradijeron el empeño por liberarse de la herencia cultural y de las ataduras de carácter mercantil del capitalismo. Veamos dos del ámbito económico que influyeron en la subjetividad que se desarrolló en los Estados socialistas y también  en múltiples corrientes afines.

Un nexo en la construcción de sentido pivotó sobre el concepto de progreso que asumieron los fundadores del “socialismo científico”, desde Marx en adelante. Y ese ambivalente concepto se tradujo en un determinismo que abrazó la idea de la linealidad ascendente de la historia. El capitalismo, como proceso revolucionario económico (algo real), sería la antesala del socialismo que lo sucedería cuando aquél hubiera agotado su potencialidad (algo imaginado). Mas, la  implosión del campo socialista contradijo esa ilusión de cuño mecanicista en tanto que la concepción productivista del socialismo, al quedar pegada al desarrollo económico, se hizo tributaria del imaginario capitalista. El que hoy exalta el salto tecnológico como el símbolo del progreso mientras oculta su costo depredatorio y su móvil, la voracidad del capital. Luego, las relaciones humanas que debía subvertir el socialismo, fueron vulnerables al sesgo economicista que formó parte de su legado. Problema irresuelto entre las bases materiales, el poder político y la creación de subjetividad capaz de socializar ambos planos. Y esto remite a los límites del socialismo llevado a la práctica que, no obstante  mejorar las condiciones de vida de la población, nunca superó el capitalismo de Estado, con su régimen asalariado, intercambio mercantil y centralización de las decisiones. 

Indudablemente, otro orden social más justo y equitativo tiene que sustentarse en el nivel científico-tecnológico y productivo alcanzado. Pero las relaciones sociales, las instituciones y la organización de la producción, no son formas únicas ni “naturales”, como no lo son las formas mercantiles. Devienen del antagonismo entre los dominados y los dominadores y de los efectos de sus luchas. Las causas invariantes de tal oposición radican en la apropiación del fruto del trabajo ajeno (la explotación) y en la apropiación de las decisiones de la sociedad (la dominación). Y asumiendo su íntima ligazón, deben gestarse las políticas que las enfrenten simultáneamente.

Una muestra de la crisis interna de la subjetividad socialista es que no llegó a cortar el cordón umbilical que la ligaba al capitalismo. Ejemplo de ello surge del debate que libró el Che en Cuba en los 60: incentivo moral versus incentivo material. El cual trascendía lo económico y se proyectaba a la construcción de una nueva subjetividad.

Otro aspecto cuestionable del imaginario socialista fue el carácter científico que se atribuyó a la política revolucionaria pues dicho “patrimonio” supuso una garantía ilusoria ajena a la política. Desde esa matriz también se tomó a la historia como ciencia soslayando el papel de las interpretaciones y la lucha política que implica, más allá de su valor documental. Así el triunfo del socialismo fue visto como inexorable y el mundo marchando hacia él. Esa doble ilusión enraizada en la subjetividad revolucionaria la dotó de una enorme energía capaz de las mayores proezas y sacrificios. Pero también inoculó un alto grado de impunidad a quienes medraron a su sombra. Léase los aparatos de poder que se abroquelaron en el Estado y que fueron erosionando lo mejor de las tradiciones revolucionarias.

En el mismo sentido operó la concepción vanguardia-clase-Estado que resultó una construcción afín a lo que se quería desmontar y que no funcionó de acuerdo a los presupuestos previos. ¿Y cuál fue el resultado real? La vanguardia devino en un factor clave del retroceso conservador; la clase, en los hechos, cedió su protagonismo revolucionario que fue transferido a la vanguardia; y el Estado, que debía desaparecer, se fortaleció como dispositivo de dominación.  

Semejante proceso contenía genéticamente los gérmenes de su descomposición. Y la subjetividad revolucionaria opuesta al capitalismo que se gestó a lo largo de por lo menos un siglo y medio al calor de múltiples luchas, batallas y guerras, alimentada por ideas creativas e innovadoras, fue languideciendo hasta colapsar simbólicamente con la caída del muro de Berlín. Y luego de dicho colapso, surgió la incertidumbre política actual derivada del imperio del capitalismo en el mundo. Pero este hiato que afecta a la emancipación, a su vez, da cabida a otros modos de pensar y de hacer política que abren nuevos rumbos. En el campo de las ideas y de las luchas comienzan a germinar experiencias originales dentro de la resistencias de los oprimidos que no cesan por más que el sistema las silencie cuando no alcanza a cooptarlas.

El eclipse del socialismo plantea entonces la cuestión de una nueva construcción de sentido lo que supone un lento proceso de gestación de otro tipo de subjetividad que se desprenda de lastres del pasado lo que remite a las polémicas actuales. Y aquí emerge el tema de los tiempos vinculado a lo que ocurre hoy en Latinoamérica. Luego, corresponde hacer una distinción entre dos aspectos que se prestan a equívocos y a posiciones encontradas. Aludimos a lo sistémico y a lo coyuntural.

Una construcción de sentido que no cuestione lo sistémico queda atada al orden existente. Luego, es ilusorio promover una subjetividad anticapitalista si se actúan las coyunturas con una metodología similar a la que se pretende superar y se emplea su mismo instrumental. Por lo tanto, resulta estéril sujetarse a la razón de Estado y reproducir construcciones jerárquicas tal como se han dado y se siguen dando en la conformación de los partidos políticos. Éstos representan la modalidad instituida que canaliza la mayoría de las luchas políticas actuales, por lo que gestar otras formas de organización implican un esfuerzo continuado y un tiempo de realización impredecible  toda vez que quienes lo impulsan aún configuran un espectro ampliamente minoritario.

Pero la oposición al sistema debe conjugarse con lo coyuntural que es el ámbito de la acción en el presente donde toda política  debe encarnarse en los hechos que produce en cada contexto. Es lo que el leninismo designó como “el momento actual” que se materializa en las prácticas donde se interviene. Las diversas praxis emancipatorias  tienen que articularse sumando energías buscando confluir para oponerse a los intereses de tan poderosos enemigos.    

Ergo,  no resignarse a la dominación que impuso el capitalismo en el mundo supone, por un lado, una postura antisistémica y por otro, su aplicación a las situaciones que tensan las contradicciones del orden establecido. Y en este nivel, hoy en Latinoamérica se reabrió una instancia de corte popular que fue soterrada en los 90. En ella se expresan desde un variopinto abanico de gobiernos cuya resistencia al “neoliberalismo” es tan relativa como disímil, hasta una multiplicidad de movimientos sociales y políticos mucho más radicalizados. Que ahora surja un cuestionamiento al discurso único, por tibio que fuere, favorece a las tendencias emancipatorias que buscan crecer con independencia de  las políticas estatales. Y para dichas tendencias una de las cuestiones pendientes es reformular el significado del socialismo unido a la producción de nuevas ideas capaces  de nutrirlo.

Asimismo, pensamos que no hay proyectos viables si no se va construyendo una subjetividad colectiva  que le dé sostén. Proceso lento y difícil pues debe germinar al interior de la sociedad conformada por la cultura dominante que exhibe el señuelo de sus conquistas tecnológicas y económicas. Éstas estimulan el deseo y la fiebre de consumo que alimentan la realización de las mercancías. Comportamiento social adictivo, en especial en los sectores de mayores ingresos y que alcanza también a los pobres a nivel deseo. En síntesis, el capital se apropia de la mercancía más preciada: el ser humano que se consume consumiendo, ya sea por exceso o por defecto. Fenómeno inseparable de la subjetividad que engendra.

 

De la creación de valor, la política y la subjetividad.

 

Abordar la producción de subjetividades propias  del capitalismo demanda, entre otras cuestiones, reflexionar en torno al núcleo constitutivo de la valorización del capital por su incidencia en la sociedad y por la gravitación que tiene en el funcionamiento del sistema. Es que la dinámica de los cambios económicos generan vectores socio-políticos que es preciso  evaluar para poder caracterizar la presente etapa, con sus condicionamientos y posibilidades emergentes. Y si bien el conocimiento no determina ni le otorga garantías a la política que es objeto de creación, le provee herramientas necesarias para su desarrollo.

Referido a esa cuestión, el disparador inicial de las siguientes reflexiones es el artículo “Inventar lo común” de Judith Revel y Toni Negri aparecido en la revista Ñ de Clarín del 26/06/08. A tal fin, comenzamos haciendo un breve rodeo.

En el Nuevo modelo de acumulación capitalista (en adelante Numac), el trabajo incorpora una creciente incidencia del factor intelectual a partir de la Revolución Tecnológica que lo diferencia de etapas anteriores.

En el maquinismo el capital se apropia de la habilidad manual del obrero y su correspondiente saber, o sea, se apropia de los oficios de base artesanal aunque se mantiene la importancia de la especialización.

En el Numac el capital logró superar la limitación que suponía la especialización como importante soporte para las demandas del proletariado. Surgió entonces la polivalencia y la “flexibilización” que menguaron la capacidad de negociación de la clase obrera supeditada a la conservación de la fuente de trabajo debido a la precarización de sus condiciones de acceso. Es que la elevada tecnificación de la producción generó la ampliación de lo que Marx designó como ejército de reserva del capital provocando un alto grado de inestabilidad laboral. Además, produjo en los sectores más vulnerables un sensible aumento de la población marginada, los llamados excluidos.

El salto tecnológico originado por los logros de la ciencia volcados al proceso productivo, acrecentó sensiblemente su componente intelectual. Y de éste se apropiaron las grandes corporaciones cuyo poder económico y político creció enormemente en función del notable proceso de concentración del capital que protagonizaron.

Ahora bien,  juzgamos erróneo el planteo de Negri de desplazar la creación de valor de su fuente, la fuerza de trabajo aplicada a la producción, trasladándola a lo que designa como “red de subjetividades”.

La determinación del valor hoy es más compleja por la creciente importancia del factor cognitivo incorporado al ciclo del capital, pero su creación se plasma en la esfera de la producción. El valor aportado por la inteligencia humana, gestora de la “inteligencia artificial”, se incorpora al producto como trabajo cognitivo pretérito y/o presente y se integra a los nuevos medios de producción asistidos por la cibernética. Y por más sofisticados que sean, transfieren valor al nuevo producto pero no lo crean. El valor que se agrega en cada ciclo de la producción de mercancías, brota del trabajo vivo manual e intelectual que usufructúa el capital apropiándose de parte del mismo.

El efecto de la mayor sofisticación en los medios de trabajo se refleja en la pérdida del peso tradicional del proletariado industrial que en cierta medida absorben los laboratorios que financian las grandes corporaciones y el Estado cuando está al servicio de ellas. Y también porque la computarización de la cadena productiva no sólo reduce mano de obra, sino porque simplifica su operatoria trasvasando su complejidad a la inteligencia artificial. A la vez, crecieron en importancia los sectores de servicios y del transporte, indispensables para la circulación de las mercancías y la realización del capital. Esto crea condiciones diferentes a las de la etapa fordista pues la clase obrera industrial se vio debilitada como protagonista central de la contradicción capital-trabajo emergiendo una pluralidad mayor de actores de diversa composición social.

Que la fábrica no tenga las mismas características a las de la etapa fondista, con la consiguiente pérdida de protagonismo del proletariado clásico, no implica que no sea en la esfera de la producción donde se crea valor. Otra cosa son las nuevas modalidades que asume el ciclo del capital, que comprende desde la producción hasta su realización, y en el cual sus distintos momentos tienden a ser controlados por las grandes corporaciones. Mas, la creación de subjetividades afines al orden capitalista surge de las “usinas” político culturales del régimen que imponen el sentido común dominante. Sólo que el sistema al abarcar la extensa gama de culturas existentes en el mundo con su enorme multiplicidad de expresiones, debe librar un combate permanente para suturar semejante variedad que se renueva en función de las contradicciones y conflictos que continuamente engendra este régimen de explotación y de dominación mundial.   

En rigor, la red de subjetividades que menciona el artículo citado, remite principalmente a la esfera política ideológica vinculada a las disputas hegemónicas y al momento histórico que se vive. Por ello afirmar que “lo que produce valor ahora es la producción común del las subjetividades”, nos resulta una confusión de campos. Se transfiere la creación de valor, propia de las relaciones económicas, a la esfera político ideológica donde se gestan las subjetividades colectivas, diferenciación que como es obvio no excluye la interrelación de campos. Pero mientras la transformación en la organización del trabajo y la revolución tecnológica en los medios de producción no modificaron la fuente de valor, sí hubo importantes cambios en las subjetividades colectivas. Lo que por un lado se liga al desarrollo capitalista con sus portentosos avances en las comunicaciones, la telemática y la genética y por otro, al eclipse del socialismo de cuyo cono de sombra aún no se ha salido.

De lo anterior se desprende que las luchas por la gestación de nuevas subjetividades opuestas al orden existente deben librarse en el ámbito cultural político y que las redes que las articulen tienen que abarcar a una pluralidad de actores cuyo hilo conductor es la política. Y ésta, para prosperar, tiene que combatir mancomunadamente las relaciones de explotación y las de dominio.

Aquí corresponde considerar una doble falencia del socialismo que fue el movimiento anticapitalista más importante de la historia. Para lo cual haremos hincapié en un término común que facilita la relación entre lo económico y lo cultural político: la producción, tomada en ambos planos.

En el campo de la producción económica, las relaciones sociales en los países socialistas no cambiaron sustantivamente. Luego de la revolución, los obreros asalariados siguieron siendo tales. Sólo que el patrón pasó a ser el Estado regenteado por los partidos comunistas que desplazaron a la burguesía de su control. Sí cambió la distribución del ingreso a favor de la mayoría de la población pero se mantuvo el mismo tipo de organización económica: la separación de los productores directos de quienes dirigían el proceso. Asimismo, los productos no perdieron su carácter de mercancías al quedar sujetos al intercambio a través  del dinero conservando la circulación mercantil no obstante las regulaciones estatales. Esto fue planteado como período de transición  que se perpetuó y se transformó en lo contario de lo previsto, el retorno al capitalismo. Ciertamente otro era el contexto histórico, pero desde el presente es injustificable no asimilar la experiencia.

En cuanto a la subjetividad que se fue plasmando hay que hacer una distinción. La del período prerrevolucionario y los primeros tiempos del triunfo de la revolución, respecto de la etapa posterior donde debía consolidarse. En la primer etapa, las luchas y movilizaciones populares inspiradas por el anhelo de justicia y la fuerte convicción de producir una transformación profunda en las relaciones sociales, gestaron  una subjetividad revolucionaria que se extendió a la mayoría de la sociedad.

En la etapa de consolidación, la subjetividad fue virando en un doble sentido. El del partido de vanguardia y el del resto de la población. En la medida en que aquél se fundió con el Estado, se transformó en rector único de las decisiones sobre el conjunto, algo inherente a su estructura piramidal. Así, el peso burocrático de su política lo fue distanciando paulatinamente de sus destinatarios y razón de ser, la masa del pueblo. Simétricamente, ésta se sintió enajenada en cuanto a sus posibilidades de intervenir en el destino común y fue siendo ganada por la indiferencia y el desinterés replicando los comportamientos burocráticos del Estado. El impulso revolucionario se fue trocando en desencanto popular, y la dirigencia política en gestora de un aparato centralizado cada vez más distante del aporte y del ingenio colectivo. Este proceso fue produciendo la erosión del aparato productivo junto al manifiesto deterioro de la subjetividad socialista.

No es casual entonces que la ética socialista que impulsara los sentimientos de solidaridad fuera siendo carcomida por el interés individual enquistado en sociedades que emergían de la tradición capitalista. En el desarrollo de esa contradicción, la herencia cultural gravitó en las  dirigencias que, abroqueladas en el ejercicio del poder, fueron perdiendo sensibilidad revolucionaria. Fenómeno acentuado por los recambios generacionales con el ascenso de quienes no fueron protagonistas de la revolución. Y en la mayoría de los casos, lo que fuera abnegación y sacrificio de los que expusieron su vida en aquellos acontecimientos, se fue convirtiendo en un discurso oficial académico donde la potencia del marxismo y la fidelidad a los principios del imaginario socialista devinieron en la letra muerta de los manuales.

Otra cuestión no zanjada, fue la característica común de todas las grandes revoluciones que se produjeron en países donde la necesidades elementales de sus poblaciones estaban insatisfechas, o sea, en las que se verificaba un sensible retraso en el desarrollo capitalista. Luego, el nivel generalizado de pobreza e inequidad motorizó el cambio pero la escasez de recursos, a su vez, condicionó a la política haciéndola tributaria de una transformación económica que no pudo deshacerse de las relaciones de producción capitalista. Esta contradicción irresuelta, ahora tan evidente en la trayectoria de los ex países socialistas, se vio reflejada en dos formulaciones encontradas. La de Marx, previendo que la revolución debía tener origen en las naciones de alto desarrollo capitalista y la de Lenin, con su tesis de signo contrario, la del “eslabón más débil”. La primera, formulada de acuerdo a la lógica económica; la segunda, proclamada desde la política. Y ambas desembocaron en una negación: en los países del “primer mundo” no triunfó ninguna revolución; en los del “tercero” y casi sin excepciones, el triunfo inicial concluyó en el retorno al capitalismo. En consecuencia, la explotación y la dominación reinan en el mundo y subsisten como una herida abierta en el corazón de la causa por la emancipación.  

Es que la explotación y la dominación se retroalimentan e interactúan. En la fábrica se materializa la explotación, su aspecto determinante, y está organizada según una estructura jerárquica que la controla. En la política, las decisiones son patrimonio de círculos estrechos que ejercen su dominación promoviendo sus intereses económicos. Y sobre esa base, el capitalismo demostró que es el régimen de explotación más eficaz de la historia y que no parece tener límites en cuanto al desarrollo de “las fuerzas productivas”. Sin embargo, sus límites provienen de la depredación del planeta y sobre los seres humanos, tanto física como psíquicamente (su interrelación varía según los casos). Mientras que el socialismo, gestor de la revolución política del Siglo XX, venció a la burguesía apropiadora del excedente económico pero no socializó los dispositivos de poder. Y a partir de ese agujero negro, se podría decir que el socialismo de Estado resultó una imprevista vía para la acumulación primitiva del capital.

Semejante fenómeno nos pone frente a los desafíos que presenta el recrudecimiento del individualismo y la hegemonía del gran capital en esta época. Desafíos que debemos situar en nuestro contexto. Dentro del cual, las necesidades elementales insatisfechas de gran parte de la población latinoamericana contrastan con la riqueza apropiada por los sectores privilegiados encabezados por las corporaciones.

Toda conquista que la lucha popular le arranque a los dueños del capital es un paso adelante respecto de las necesidades de los sectores explotados. A todo esto, el Estado sigue siendo el principal dispositivo de poder en la esfera pública y su control parcial puede favorecer el logro de dichas conquistas si de las luchas sectoriales emergen gobiernos más comprometidos con las demandas populares. Pero éstas tienen un techo dentro del orden capitalista pues el poder real brota del gran capital. Y aunque éste pueda perder en parte el control estatal debido a derrotas políticas circunstanciales, mientras siga conservando los resortes fundamentales de la economía estará en condiciones, llegado el momento, de revertir políticamente esa situación.

En estos últimos años en algunos países de Sudamérica, incluido el nuestro, el llamado neoliberalismo ha experimentado un retroceso político de variable tenor. Y aquí comienza la problemática  que trasciende lo coyuntural. Porque los gobiernos actuales de signo popular resultan opciones débiles frente al poder capitalista que estructura a la sociedad y que juega a su desgaste. Tarea erosiva que aumenta proporcionalmente al grado de radicalización que presentan. Cuyo caso extremo es el de Bolivia donde el gobierno está seriamente jaqueado por la reacción que amenaza derribarlo alentando la secesión territorial o la guerra civil si es que no logra generar un golpe de Estado tradicional. En ese sentido, el reciente referendum donde Evo obtuvo un contundente triunfo a nivel nacional, no ha despejado el panorama pues los sectores oligárquicos conservan casi todos sus reductos (la media luna de oriente) y desde allí sostienen toda su agresividad. Área donde los grandes terratenientes disponen de sus fuerzas de choque y practican su política intimidatoria y prebendaria que arrastra a una considerable masa campesina. Recurriendo a un léxico clásico, la nación hermana presenta una situación de “dualidad de poder” cuya resolución trasciende sus fronteras.   

Es que Latinoamérica y Argentina en particular, es el ámbito específico de nuestra praxis dentro del marco mundial. Y en esta coyuntura, las contradicciones entre varios gobiernos y los sectores que expresan inequívocamente los intereses del gran capital, abrieron una instancia que puede favorecer a nuevas construcciones políticas donde la participación real de los de abajo se vaya desarrollando. Y de la lucidez de estos movimientos dependerá si se aprovechan o no dichas contradicciones.   

Esta situación exhibe viejas y nuevas expresiones antisistema. Las primeras, la de los clásicos partidos de izquierda, reproducen características similares a las que condujeron al eclipse del socialismo. Las segundas, que alimentan nuestras ilusiones, ensayan formas de organización más participativas, menos jerárquicas y promueven una construcción independiente del Estado. Mientras aquéllas no tienen nada nuevo que aportar, las últimas deben aprender de sus propios errores incursionando en un terreno desprovisto de antecedentes.

Convengamos que una política independiente del Estado al menos tropieza con una doble dificultad. De un lado y por afuera, la incuestionable vigencia del Estado en la estructuración institucional de la sociedad. De otro y en interioridad, las dificultades en torno a la construcción de sentido de los movimientos emancipatorios que exige una renovada concepción del socialismo y un debate amplio, profundo y sin prejuicios. Esto se liga al arduo problema de la gestación de una subjetividad anticapitalista que sostenga y vaya acompañando las luchas populares para acrecentar su caudal de energía y sus proyecciones. Lo que no constituye una meta pues no tiene punto de llegada, sino que es parte de un incierto proceso de cambio.

Hoy el campo de batalla en el que se dirimen los enfrentamientos es mucho más complejo que en los períodos de la primer y segunda revolución industrial donde los comportamientos clasistas emergían con mayor nitidez dado el carácter del antagonismo burguesía-proletariado de entonces. Y aunque esta oposición mantiene su  base real, ahora la burguesía, no obstante sus distintas fracciones, ha alcanzado mayor cohesión de mando producto del alto grado de concentración del capital. Mientras que el lugar clásico de la clase obrera industrial, como surge de lo que señaláramos antes, ha sufrido un debilitamiento y fragmentación que aún transita por el andarivel de la constitución de nuevos sujetos plurales que impulsen la emancipación. Los que, desde sus particularidades, deberán  articular la multiplicidad de praxis opuestas al capitalismo.

Para ir construyendo nuevas políticas no existen recetas aunque sí atisbos que inducen a pensar que se está engendrando un tiempo de profundos cambios en orden a la emancipación. Los cuestionamientos a la representación tradicional, a la concentración de poder y la reconsideración de los límites del papel del Estado en los procesos liberadores, asocia nuevos interrogantes junto a inéditas perspectivas.

Seguramente persistirá durante mucho tiempo la tensión entre la iniciativa y capacidad política de las vanguardias respecto de las masas, originadas en los diferentes niveles de desarrollo cultural político. Pero el compromiso de aquéllas hoy suma otras exigencias. Entre ellas, una vanguardia de nuevo tipo debe asumir las diferencias existentes en lucha consigo misma, o sea, auto inmunizándose frente al riesgo de erigirse en un nuevo amo, para lo cual la socialización del poder es un mandato indeclinable. Y quizás hayamos aprendido que terminar con la explotación recreando otras formas de dominación es un combate perdido de antemano.---   

 

Jorge Luis Cerletti

Agosto 11 de 2008

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