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Como si fuera hoy: bígamos por la gracia de Dios

Como si fuera hoy: bígamos por la gracia de Dios
por Rafael Luis Gumucio Rivas (Chile)   
sábado 20 de enero de 2007
Como si fuera hoy
Lo anteriormente descrito nos sirve para recorrer un largo período de la historia de Chile: desde la Colonia, la iglesia tenía el privilegio exclusivo de presidir todos los actos de la vida humana – el bautismo, el matrimonio y la unción de los enfermos, entre otros - que se inscribían  en los registros parroquiales; quienes eran protestantes, o simplemente agnósticos, debían contar con la aquiescencia del párroco; en la República, el presidente de la nación heredó, del rey de España, la protección de la iglesia – se llamaba el regalismo o el patronato- . Portales, que  creía más en los curas que en Dios, logró tener a la iglesia, en su mayoría monárquica, dominada ante el miedo a los “pipiolos”.

Chile siempre ha imitado a los países extranjeros al creerse, alternativamente, los ingleses de América del Sur, los germanos, los franceses y hoy, los norteamericanos. Bastaron las barricadas de la revolución burguesa, de 1848, para que aparecieran las primeras críticas liberales al dominio absoluto de la iglesia, cuyos precursores fueron Santiago Arcos, Francisco Bilbao y la Sociedad de la Igualdad.

A fines del gobierno autoritario de Manuel Montt surgió un conflicto anecdótico llamado “la cuestión del sacristán”: un sacristán de apellido Santelices fue exonerado de su cargo por el deán de la Catedral; el arzobispo de entonces, Rafael Valentín Valdivieso,  protegió al funcionario, pero el deán recurrió “de fuerza” a los tribunales de justicia, quienes  dieron la razón al decano de la catedral; indignado Monseñor Valdivieso, solicitó a don Manuel Montt que interviniera en su favor y,  como siempre ocurre con los presidentes, Montt se escudó en la famosa separación de poderes –me parece estar escuchando al profesor Ricardo Lagos – para abstenerse de intervenir. Esta pilatunesca actitud le costó cara al partido pelucón, en el gobierno pues, a partir de ese incidente, en apariencia banal, nació el partido conservador clerical, cuya principal misión fue defender los intereses de la iglesia, amenazados por los partidos laicos.

En el siglo XIX, los diputados tenían que jurar su cargo hincados y con la mano derecha sobre la Biblia; el diputado Juan Agustín Palazuelo se negó a hacerlo lo que le valió la condenación de la iglesia. Posteriormente, en el siglo XX, Luis Emilio Recabarren imitó la actitud de Palazuelo, costándole su sillón, recibido del sufragio popular. Los curas se negaron a realizar exequias religiosas al ex presidente Aníbal Pinto, por considerarlo ateo; el coronel Campino se quiso casar por la iglesia, sacramento negado por el párroco. Muchos hijos de radicales quedaban como ilegítimos al no ser inscritos en los registros parroquiales.

Federico Errázuriz Zañartu consiguió, apoyado por la iglesia, que los conservadores integraran su gobierno. La Moneda bien valía una misa. Abdón Cifuentes, el líder de los conservadores, exigió de Errázuriz la aprobación de la libertad de exámenes para los colegios particulares, que en esos tiempos eran tan mercantilistas como hoy. El historiador Diego Barros Arana era un voltairiano y, según las señoras pechoñas de la época, había hecho un pacto con el diablo: el pobre don Diego olía a azufre, a pesar de conocer de memoria las historias de los santos; don Diego, un verdadero memorión, era el candidato más adecuado por su cultura e ilustración, para ser nombrado rector de la Universidad de Chile, pero Federico Errázuriz entregó la rectoría al segundo de la quina, por presión de los conservadores. El matrimonio entre Errázuriz y los pechoños terminó abruptamente con la expulsión de los conservadores, dando lugar a la alianza liberal radical.

La crisis económica y la guerra del Pacífico, (1879), permitió una corta tregua en esta guerra religiosa que, por lo demás, era bastante superficial, pues conservadores y liberales pertenecían a la misma casta social. Domingo Santamaría aplicó la más violenta intervención electoral, para dejar fuera del Congreso nacional a los conservadores. Con base en el regalismo, a la muerte de monseñor Valentín Valdivieso, el presidente Santamaría quiso nombrar a un sacerdote liberal y tolerante, Francisco de Paula Taforó, que tenía la “traba” de ser hijo “ilegítimo”; el Vaticano, influido por los conservadores, se negó a aceptar la proposición del presidente y envió a Chile un delegado, llamado Celestino Del Frate; esta intervención insolente del Papa indignó al presidente Santamaría, quien confiscó los pasaportes de Del Frate, expulsándolo del país, con destino a Santa Rosa de los Andes, camino a la frontera con Argentina. Se dice que las señoras beatas colocaban sus cuerpos al paso del carruaje de monseñor expulsado. La venganza, por parte del presidente, no tardó en llegar: resucitó las llamadas leyes laicas, es decir, la inhumación de cadáveres, el matrimonio y el registro civil. A su vez, la iglesia prohibió las ceremonias religiosas en los cementerios laicos.

La guerra entre estos dos bandos fue terrible: los “pacos” vigilaban, cual aves de rapiña, las casas de los moribundos católicos  para evitar que fueran enterrados, secretamente, en las iglesias. Las calles de Santiago olían a cadáveres descompuestos y la peste asolaba a la ciudad. Santamaría era el califa y Balmaceda era el emir; como en las Cruzadas, la guerra era entre moros y cristianos. La ley de matrimonio civil fue resistida por los párrocos hasta comienzos del siglo XX; no faltaron los bígamos o trígamos que, para  conseguir los favores de virginales señoritas, se casaban en distintas iglesias, de diferentes localidades. Estos vivos aparecían casados en Valdivia, en Tacna y en Constitución, a la vez, seguros de que los sacerdotes no comunicarían al Estado laico de estas anomalías. Entonces, como puede comprobar el lector, la argucia de Pamela y de Manolo Neira no es muy nueva.

Quien pagó los platos rotos fue el presidente mártir, José Manuel Balmaceda quien, a pesar de su buena voluntad para poner término al conflicto al nombrar al moderado monseñor Mariano Casanova, arzobispo de Santiago, siempre contó con la antipatía de los curas y de las beatas mujeres. En la contrarrevolución de 1891 se aliaron San Miguel y el demonio: los conservadores con los radicales y, como siempre, predominaron los intereses de casta por sobre los credos religiosos.

Ya sólo queda el recuerdo de estas peleas entre el cura don Camilo y el alcalde Pepone – de las famosas series de Fernandel -, ya no existe el combate entre el fanático cura Rafael Azócar y el ateo pope Julio Elizalde; la burlas contra los curas por parte de Juan Serapio Lois indignaban a las beatas señoras. Ya no gritan los estudiantes “mueran los beatos “cagaleche”, ya nadie canta  “qué bueno que murió Garibaldi pum”, ni menos se recuerda “a Dios queremos en nuestras leyes, en las escuelas y en el hogar”, sin embargo, la iglesia nunca se ha acostumbrado a perder el poder: jamás aceptará separarse del Estado y, como decía un arzobispo Crescente Errázuriz, en 1925, “es el Estado el que se separó de la iglesia y no la iglesia del Estado, que siempre le permanecerá fiel”.

En consecuencia, siempre la iglesia se opondrá, públicamente, al divorcio, al aborto terapéutico, a la píldora del día después, en fin, a toda medida que signifique adaptación a los nuevos tiempos. Claro, sería ya demasiado que se opusieran al matrimonio civil, sin embargo, algunos de sus miembros se prestan para beatificar al más criminal de los tiranos de nuestra historia. No en vano la tiranía de Pinochet, al igual  que la de Franco, fue un fascismo católico. No sé hasta cuándo Chilito siga oliendo a casta, a guano, a corrupción y reacción. ¿Cuándo seremos capaces de superar esta democracia tullida, ciega y sorda, para lograr una democracia de verdad participativa y abierta a los cambios?.

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