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T r i b u n a c h i l e n a

“El Garza”

“El Garza”

El mejor junior de una empresa constructora es “El Garza”, amigo de barrio de San Bernardo. Hábil, rápido y sagaz. Puede pagar diez cuentas de teléfono y hacer treinta depósitos bancarios en media hora, en pleno día lunes y final de mes. Recibe 137 mil pesos de salario y le ofrecen veinte mil de aumento, para evitar que se vaya a la financiera de enfrente, donde se enteraron de sus virtudes. El Garza reflexiona, al tiempo que se rasca la barbilla. Finalmente murmura decidido: “Me voy a la financiera, aunque trabaje más y por la misma plata… me da otro roce, otro nivel”.
¿Alucinación o pelotudez? ¿Mareo o sobresaturación farandulera? ¿Envenenamiento sanguíneo o apunamiento de altura? ¿Desquiciamiento lunático o boludez televisiva? La explotación será la misma; las plantas de los zapatos arderán contra el pavimento, pronto aparecerán las várices y los meniscos torturarán la rodilla; la jefa administrativa (flaca histérica) gritoneará al igual que en la constructora… Pero “con otro roce… otro nivel”.
¿Tanto ha cambiado mi país que nadie aguanta su propia sombra en la pared? ¿Tanto pudo la dictadura y el modelo, que el éxito se mide por el color de la oficina, el nombre de la empresa o la cilindrada del automóvil?
La estadística dice que vivimos como con el salario de 2008, que la deuda de arrastre en artículos suntuarios y créditos de consumo de cada chileno del sector medio (clase elástica porque todos entran en ella) alcanza un 40 por ciento del sueldo mensual. Apariencias reproduciendo apariencias, como la manta de cacique que usaba sobre el traje aquel oscuro empleado público con el fin de ganar el respeto de los mapuche, relatado irónicamente por el escritor Marcos Huaiquilaf Gómez en La pasión de Benedicto Mateluna.
Una parte de la sociedad chilena ha llegado a creer que la manta hace al cacique, la corona al rey y la corbata al ingeniero. Pareciera que todos creyeron la fábula de la nación cenicienta de quince millones de habitantes que rengueaba por su zapatilla perdida (y que al fin la encontró en el excedente del cobre) y que entra al palacio del primer mundo. Nadie duda del despegue, ahogando la enmohecida identidad.
En medio del zafarrancho de Babel, de las cifras macroeconómicas y de las sonrisas del empresariado que saca cuentas alegres, un tal González, coludido con un tal Pérez y apoyados por Cayuqueo, son desenmascarados como miembros del renovado nazismo criollo. Centran su doctrina en el desprecio de los “impuros”, o si se quiere, en el repudio de quienes llevan a la zozobra la pulcritud de la “raza chilena”.
Cayuqueo, Pérez y González se solazan persiguiendo peruanos, bolivianos y travestis, considerados inferiores por este “representativo” segmento de la emblemática genética nacional. Nadie se ha tomado el tiempo de explicarle a estos nacionalsocialistas de barrio que los marginales e inmigrantes son tan pobres y marginales como quien hace las barridas nocturnas. Pobres persiguiendo pobres. Parias desangrando parias.
González, Pérez y Cayuqueo creen a pies juntos que son los arios latinoamericanos, ungidos por el imperio como jaguares, tigres o dragones. Pero con el pelo tan chuzo como el cabello de los que persiguen, tan morochos y charchetudos como tres cuartos de la población total del país.
El gordo Pérez, de cara redonda, barba de chivo e innumerables tatuajes, se proclama vocero del selecto y purificado grupo. Golpea la mesa y, obviamente, afirma ser admirador pinochetista. Los medios de comunicación corren a entrevistarlo y en el bostezo abúlico del día sábado, tiene toda la tribuna farandulera a sus pies; aparece su rostro en portadas de periódico proclamando su identidad hitleriana: “Soy nazi y qué”, afirma.
Hasta ahí, la historia pareciera una locura provocada por fiebre alta, o un desvarío por la resaca de vino litreado de cuarto enjuague. Pero no. A los pocos días, la muerte de otro nazi criollo, de la comuna de Independencia, sorprende. Desangrado en medio de la calle uno de los seguidores del Tercer Reich muere apuñalado. Entonces, se desata la fábula pomposa, la borrachera colectiva, la sátira que alimenta durante cuatro días de la semana a diarios y noticiarios de TV.
El funeral del nazi criollo es acompañado de svásticas como estandarte y la cruz gamada luce cocida a las chaquetas negras. El grupo está compuesto por milicianos raquíticos que apurado se empinan en el metro sesenta. Una regordeta de moño desfila con paso marcial, jalando del collar a un quiltro (con tantas razas desde el hocico a la punta de la cola que no se logra identificar si es salchicha o doberman). La muchacha mantiene el brazo levantado y hasta pareciera que le encomendaran la misión honorífica de la primera guardia. ¿Qué hacer con el quiltro maltés, doberman o ratonil? Rápidamente se lo entrega a un flaco enjuto, de ojos saltones, con una barba dispersa, como partido de fútbol (once pelos por lado).
A Cayuqueo, destituido de la policía, definitivamente no le contaron parte de su historia. Nadie le dijo que la tierra era de ellos; de los Curilén, de los Canihuante y de los Tranco. Cayuqueo no escuchó que tenía las balas perdidas y el verbo contrariado, disparando a quien no se debe. A Pérez y a González pareciera que tampoco les avisaron que su pasado en este suelo viene de siglos. Antes que Chile llegara a ser república, sus abuelos, albañiles y campesinos, dejaron los músculos del lomo en la siembra, en el pastoreo y en la usina; hasta que llegaron los Edwards, los Larraín, los Dittborn y los Errázuriz, mareándolos con la verborrea fácil y la quimera del “orden” y se apoderaron de la tierra, de los brazos, de las mujeres y del cobre.
La gente está sorda, embriagada por la leyenda de jaguares, tigres y leones. Esto es la esquizofrenia colectiva, el presente estático y permanente que afirma el filósofo Lacan, quien explica con pulcritud teórica el comportamiento humano posmoderno de las sociedades contemporáneas.
A mi juicio, aquí se instauró el Alzheimer masivo. El olvido del origen es una buena dosis de adoctrinamiento y una gran tajada de domesticación. “No pienses en tus raíces”, dice el modelito, “piensa en tu potencial y el desarrollo individual te llevará al éxito”. Cada uno, entonces, juega con la caca que quiere, cada uno vuelve al sueño de la niñez y en las noches de lluvia, cuando la imaginación es prolífera, se transforma en un corajudo pirata o un magnífico John Wayne disparando a los navajos.
La alucinación es pujante, bárbara, convincente. Tanto que convierte a un estafeta pobre en un junior poderoso “de otro roce, otro nivel”. El espejismo del modelo modifica la fisonomía; el pelo duro se riza y los ojos achinados cambian a un azul profundo o un verde turquesa. ¿Problema mediático o confabulación sistémica? Sospecho lo segundo.
El noticiario central televisivo tiene una cobertura de hechos relacionados con delincuencia y violencia superior al 40 por ciento. Cualquiera que vea media hora de noticias terminará aterrado, metido en un bunker y armado como un tanque. ¿Acaso la dictadura no ocupó una política de incomunicación similar? ¿Acaso en los ochenta, en plenas protestas y caceroleos, poblaciones completas esperaban en vela ser atacados por turbas de miserables que vendrían a saquearlos, quitándoles sus miserables pertenencias? Medios de distorsión de la realidad, para que la masa piense lo que es correcto y permitido y no elucubre respecto al escuálido salario, la desigualdad abismante, la explotación masiva.
En el año 1976 ó 1977 los Ovnis eran página obligada en los reportajes de los domingo. El viejo obrero comunista Ramón Salazar Tobar (mi padre), me observaba en mi atónita lectura sobre extraterrestres: “No te preocupes de eso… va a subir el precio del azúcar”, sentenciaba. Me costó entender la relación. Creí que el viejo era un seudo pitoniso, porque cada vez que aparecían los platillos dorados dando vueltas en el cielo santiaguino, el precio del azúcar se disparaba.
Hace años que no han vuelto los alienígenas, pero ¿para qué necesitamos a los marcianos si la televisión exhibe a diario la historia de timadores, carteristas angustiados, prostitutas, chamanes, microtraficantes? Todo un purgatorio de miserias humanas a punto de devorar a la sociedad completa y “decentita”.
Una mujer madura riega el jardín de su casa en el exclusivo barrio de La Reina; lleva pistola al cinto y un cargador de repuesto en el bolsillo derecho, para abatir delincuentes. Según ella, encera la casa, limpia el water y hasta cocina lasaña con el arma dispuesta. ¿Se sacará el arma cuando hace el amor o será parte de su fantasía erótica privada? Al otro lado de la ciudad, en una plazoleta pobre de Pudahuel, unos jóvenes, casi niños, planean la barrida de la noche. Quieren dar de patadas a un peruano que trabaja en la amasandería de la esquina y si falla eso, “rayarle el paño al Claudio”, un travesti cuarentón que “patina” cerca del Metro Neptuno.
¿Superioridad de raza, superioridad de clase o superioridad étnica? ¡Patrañas! Con el mismo espurio argumento, asistimos hasta hace unas semanas a la matanza de un millar de libaneses a manos del ejército israelí. Más de la mitad de los muertos eran mocositos que no llegaban a los diez años. ¿Qué dirían los muertos en Auschwitz ante este macabro espectáculo genocida?
Hace treinta y tres años, con la misma y vomitiva explicación, miles de chilenos fueron enviados a los campos de concentración, a Chacabuco o Pisagua. Fueron torturados, muertos, desaparecidos. También se buscó en estas fascistas latitudes depurar los genes, eliminando a quienes osaron entregar el poder al pueblo.
Definitivamente las razas no existen y quien diga lo contrario, no entiende la historia ni la antropología, ni las ciencias. No hay hombres puros a no ser por su honestidad y espíritu de justicia. No hay hombres superiores a otros, a no ser por la grandeza de su entrega negándose a sí mismos. No hay hombres incorruptibles, a no ser por la consecuencia de sus actos, donde verbo y acción caminan juntos. No hay hombres valientes, a no ser por el coraje de su muerte, por la lucha que diariamente emprenden para lograr la igualdad sobre la Tierra

LEONARDO SALAZAR MOYA
(Publicado en “Punto Final” Nº 623, 8 de septiembre, 2006)

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